martes, septiembre 27, 2022

Redimir a Colombia

Los críticos de Petro tienen dos preocupaciones principales: una es que se quede después de 2026, la otra, a veces asociada a la primera, que convoque una Asamblea Constituyente. Esos temores dejan ver lo terriblemente confundidos que están los colombianos respecto a la situación real del país y la resignación que reina respecto a un estado de cosas que sólo puede agravarse, de tal modo que en pocos años Colombia estará como los demás regímenes comunistas de la región.

Petro es un personaje sin mayor relieve en el conjunto de la conjura totalitaria. Su descaro y tal vez su capacidad de despertar atención entre cierto público debió de llamar la atención de los Santos o los Samper o de algún otro oligarca de los que publicaban en los setenta la revista Alternativa, de modo que le consiguieron una beca en la exclusiva Universidad Externado de Colombia. Esa circunstancia se suele pasar por alto, pero en definitiva fue Juan Manuel Santos el que lo hizo alcalde de Bogotá.

De modo que no parece muy probable que Petro vaya a intentar quedarse cuando desde ahora se ve el desastre que será su gobierno y el descontento que generarán el empobrecimiento y la multiplicación de la violencia. Esa clase de cambios legales son peligrosos para la estabilidad del sistema, y ni el régimen cubano ni sus socios iraníes y quizá chinos ni el clan oligárquico y ni siquiera el partido comunista y las demás sectas totalitarias tienen nada que ganar sosteniendo a un tirano al que la gente odia.

La principal misión del gobierno de Petro es alcanzar para sus mentores el control total del Estado, particularmente de las fuerzas armadas y la policía, a las que se someterá a toda clase de persecuciones y sobornos hasta que sean órganos del poder comunista, tal como ya ocurre en Venezuela. También la protección de la industria de la cocaína, de la que dependen los regímenes afines de Venezuela y Centroamérica, y en realidad también de Perú y Bolivia. Las señales son inequívocas.

Otro objetivo de primer orden para el narcogobierno es la propaganda, para la que ya se dispuso el adoctrinamiento escolar con el infame discurso legitimador de la «Comisión de la Verdad», que pronto será parte de la identidad de los colombianos, tal como el cristianismo lo fue para los aborígenes al cabo de pocas décadas de la Conquista, o como los patriotas de ocho generaciones han aplaudido con fervor los asesinatos de españoles llevados a cabo por Bolívar y Santander.

De modo que con un corpus legal favorable a sus intereses, un poder judicial totalmente copado, unas fuerzas armadas sometidas y dirigidas por subalternos de los jefes terroristas, unos medios de comunicación dependientes de la pauta pública e intimidados, un sistema educativo cuya tarea es la peor propaganda, unas empresas públicas en manos del hampa, un narcotráfico a pleno rendimiento y a través de él controlado el resto de la economía, pueden pensar incluso en la alternancia.

Por ejemplo, el continuismo petrista podría venir de algún político joven emparentado casualmente con los Samper, los López, los Santos o incluso los Lleras. De modo que por muy grande que sea el descontento, a la hora de la verdad los votos de las regiones apartadas son casi unánimes en apoyo al candidato oficialista y en las ciudades se movilizan las clientelas o las gentes cooptadas a punta de caricias que creen que los que no se permiten sus prácticas íntimas los han estado oprimiendo.

Incluso podría ganar las elecciones un candidato uribista. Todo se hizo muy mal y ninguno de los candidatos tenía atractivo para ganar unas elecciones, pero se podría suponer que en 2026 habrá un descontento muy grande y la gente votará mayoritariamente por un candidato «de derecha», como Miguel Uribe, por nombrar a uno posible. ¿Nadie recuerda a Óscar Iván Zuluaga y Federico Gutiérrez declarando que respetarían lo negociado con las FARC? Un presidente uribista en un país totalmente dominado por los comunistas sería aún más blando que Duque, y sencillamente sería una pausa para el retorno de los comunistas con algún líder más sólido y más joven que Petro, como ya ocurrió en Nicaragua y Bolivia.

Y el cambio constitucional resulta aún más absurdo: para poderlo imponer necesitan cierta legitimidad, que es alguna clase de apoyo popular. ¿Cómo evitarían que el descontento terminara llevando a una constitución menos favorable a sus intereses que la del 91? Y sobre todo, ¿para qué van a cambiar la norma que impusieron por una asamblea elegida por menos del 20% del censo electoral en medio de graves atentados terroristas? Las constituciones que intentan implantar en Chile y Perú son equivalentes a ese engendro.

Pero los colombianos han adoptado esa situación como irrevocable y ni siquiera sueñan con tener un país decente, ordenado, tranquilo, próspero, cohesionado y justo. Como una familia de delincuentes, ya ven a los de vida normal como privilegiados a los que sería imposible asimilarse, y ni se imaginan que un día no hay narcotráfico ni jueces comunistas ni bandas de asesinos imponiendo las leyes ni centros educativos dedicados a la propaganda del crimen. Esa realidad ya forma parte de la identidad de los colombianos.

Si alguien quisiera otra cosa no debería inquietarse por el dudoso intento de Petro de quedarse en el gobierno sino por la ausencia de alternativa. Para tener otro país habría que empezar por plantearse si los procesos de paz con las guerrillas son legales, legítimos o democráticos. Como es evidente que no lo son, habrá que plantearse desautorizarlos completamente y deslegitimar sus efectos. Abrir un juicio contra los comunistas que incluya todas sus actuaciones desde la primera mitad del siglo pasado.

También habría que plantearse si la Constitución de 1991 es legal, toda vez que se implantó violando la ley y para complacer a los jefes del narcotráfico que no querían ser extraditados y a los estudiantes comunistas que habían forzado la "séptima papeleta" en las elecciones de 1990. Un plebiscito con ese fin se podría convocar y de ahí surgiría la necesidad de convocar una Constituyente verdaderamente democrática con una propuesta que permitiera rechazar la opresión comunista en la norma fundamental.

Y respecto del narcotráfico habría que proceder con el mismo rigor: cualquier persona que tome parte en el cultivo comercial de coca o en la producción o el tráfico de cocaína debería pagar cárcel y para hacer cumplir la ley se dedicarían grandes recursos y se harían grandes esfuerzos. Sencillamente, esa actividad delictiva debe erradicarse y todos los que toman parte en ella deben pagar penas severas como cualquier otro violador de la ley.

Todo eso es muy fácil de decir y muy difícil de hacer, pero ¿alguien cree seriamente que sin eso va a florecer Colombia como un país normal? ¿Alguien entiende que el narcotráfico corrompe todas las instancias de la vida nacional? ¿Alguien se ha dado cuenta de que después de la multiplicación de la producción de cocaína durante el «juhampato», no se redujo en absoluto durante los cuatro años de Duque?

La oposición es un componente necesario de la farsa de democracia que hay en Colombia. Lloriquea y discute en el Congreso y hasta tiene protagonismo en los medios de comunicación, pero no tiene los fines aquí expuestos. Los congresistas tienen sueldos fabulosos y seguramente ingresos irregulares relacionados con su actividad, la continuidad del petrismo no afecta a sus intereses particulares. Si se trata del CD, es algo claro: nunca se opuso al acuerdo de La Habana. 

Pero eso corresponde a la disposición de la mayoría de los ciudadanos: ¿cuántos quieren realmente cambiar el país para que todo lo impuesto por los comunistas en cuatro décadas de negociaciones de paz deje de tener validez? ¿Y el esfuerzo ingente que demandaría un combate real al narcotráfico? Cuando el plebiscito de 2016 el NO se impuso por un margen pequeño respecto del SÍ, y la votación estuvo muy por debajo de la mitad del censo. Uribe y sus partidarios entendieron el triunfo del NO como una votación por ellos, mientras que muchos vieron su complacencia como una traición.

Uribe tenía razón en una cosa: la mayoría de los votos por el NO eran votos por él. De otro modo habría habido una poderosa tendencia de rechazo al acuerdo de La Habana. No la hubo, baste ver los resultados de todas las elecciones de este año. Ningún candidato, ni siquiera al Congreso, era partidario de no reconocer ese acuerdo. Los colombianos han asimilado la paz y la Constitución del 91 y no tienen el menor interés en vivir de otra manera.

Woody Allen cuenta en una película que un hombre va al médico y le comenta que su hermano cree ser una gallina. «¿Por qué no lo mete en un manicomio?» «Lo haría, pero necesito los huevos». Los colombianos obtienen de muy diversas maneras réditos del narcotráfico y el hecho de combatirlo en serio les plantearía muchos problemas, que es el mismo caso de cualquier persona que delinque o se prostituye. 

(Publicado en el portal IFM el 26 de agosto de 2022.)