jueves, noviembre 06, 2008

Apuntes sobre el delito político

Publicado en Atrabilioso el 15/08/07

Todo el que publique algún escrito sabe que lo que más conviene es el halago de los lectores, cuanto más adornado con flores retóricas, mejor. Por eso uno siempre está condenado a despertar un rechazo generalizado en la medida en que lejos del halago busca la verdad, y más si esa verdad consiste en algo tan desagradable como esto: que no hay un problema de violencia o de criminalidad ajeno a los valores predominantes entre los colombianos sino que la guerrilla y el narcotráfico son expresión de esos valores y en cierta medida resultados inevitables.

Pongamos el caso del delito político. ¿Quién no oyó decenas de veces que un acto atroz como la bomba de El Nogal no se podría considerar delito político? Es una opinión corriente y muy difícil de poner en cuestión que las personas que se alzan en armas por sus ideas y por la justicia que conciben merecen respeto y benevolencia penal. Cada vez que uno trata de explicarle a alguien que ir a matar gente para imponer la voluntad propia sobre la de la mayoría es de por sí un crimen que en los países civilizados multiplica las penas que se aplican a los demás crímenes, uno se siente como predicando el canibalismo ante las reacciones de los colombianos. Es una opinión que casi todos los colombianos comparten y que sirve de estímulo a la violencia política, como bien lo explica Eduardo Posada Carbó.

Lo que parece interesante, una vez se admite que las desgracias colombianas surgen del cúmulo de valores comunes, es analizar el significado profundo de esa opinión, que lógicamente no se tiene en Europa ni en Norteamérica ni en ninguna otra parte, salvo en otros países de Latinoamérica, como acertadamente explica Salomón Kalmanovitz.

Hay una relación de mutua dependencia entre las opiniones corrientes y las expresadas en los códigos legales o por los encargados de aplicarlos. Unas y otras proceden del espíritu tradicional y expresan modos de vida arraigados. Es verdad que la gente se acostumbra a lo que le imponen las leyes, pero también que un régimen legal que contrariara las ideas mayoritarias tendría grandes dificultades para aplicarse.

Pensando en eso, ¿qué puede significar un ordenamiento legal que autoriza el asesinato de sus agentes? ¿Qué Estado o que gobierno pueden conceder ventajas a quienes pretenden destruirlo por la fuerza? Basta ese absurdo que casi nadie cuestiona para entender la profunda deformidad de la sociedad colombiana. Y su explicación está en el origen del Estado.

Es decir, las instituciones republicanas crecieron con base en la sociedad colonial y el ordenamiento que se impuso fue el que correspondía a las clases dominantes de ese orden, exceptuados los peninsulares. Durante varias décadas siguió siendo legal la esclavitud y las viejas costumbres, como la de usar los cargos públicos para enriquecerse, se mantienen todavía. Las instituciones democráticas son elementos superficiales y aparentes en ese orden de apartheid y existen en un continuo forcejeo con las realidades sociales previas. Basta un examen superficial a fenómenos endémicos como la tutela o la parafiscalidad para entender la persistencia de ese viejo orden.

De tal modo, el delito político es un fuero que tenían los poderosos del orden tradicional y que pretenden conservar. En realidad todo lo que representa la llamada izquierda democrática, el conjunto de redes comunistas y pro-guerrilleras que conspira por mil medios para destruir las escasas libertades e instituciones democráticas que hay, es la defensa de esos fueros y privilegios de las castas superiores de esa sociedad de siempre. Respecto al delito político, no está mal prestar atención a un par de párrafos de Kalmanovitz:

En la América española los criollos apropiaron el constitucionalismo católico feudal para rehusar lo que consideraban el mal gobierno, o las leyes que les parecían nocivas, e hicieron del desacato y de la ambigüedad una conducta frecuente. Ni el racionalismo del absolutismo francés ni la idea del contrato social se adaptaron en estos lares durante la construcción de las repúblicas durante el siglo XIX. El constitucionalismo de sucesión, mediante el cual los caudillos se atornillaban al poder o cambiaban las reglas de juego existentes por unas exactamente al contrario, o hacían fraude electoral masivo, le restó legitimidad al ejercicio del poder y justificó la rebeldía de los perdedores en la política.

El sistema de justicia que se fue desarrollando mantuvo algunos de los rasgos corporativos y de casta, con regímenes distintos y favorables para los que ostentaban fueros militares, religiosos y comerciales, mientras que las castas aprendieron la dura lección de que la ley era para los pobres. La desidia, la mala educación de los abogados, la mezcla de modelos de justicia importados y la carencia de un centro de gravedad o de jurisprudencia basado en el estudio riguroso de los fallos del pasado, alejaron la ley del derecho. El sistema colombiano mantuvo unos rasgos de independencia en sus cortes superiores que se manifiestan con fuerza en el presente.

Bueno, yo he hablado antes de deformidad moral de la sociedad, pero es algo que se manifiesta en los individuos, en unos con más energía que en otros. ¿Nadie ha leído que todo eso estaría bien en las democracias pero que Colombia no lo es? Yo he vivido muchos años fuera de Colombia y cada vez que pienso en algo que es a un tiempo intolerablemente tosco, perverso, infantil y estúpido se me atraviesa la idea de Colombia. Ese pensamiento de que las FARC pretenden anular las elecciones para corregir la existencia del fraude electoral sólo se le puede ocurrir a un colombiano. Pero es predominante.

Vale la pena volver a pensar en el atentado de El Nogal: ¿cómo que no es un crimen político? ¿Qué otra cosa va a ser? Según un canallesco profesor de la Universidad Nacional (valga la redundancia), Mauricio García Villegas:

Los grupos armados ilegales han tenido en Colombia dos motivaciones: la injusticia social y la ineficacia del Estado. Por la primera se han formado las guerrillas; por la segunda han surgido los 'paras'.

En esas frases está expresado el punto de vista predominante entre los colombianos: ¡el comunismo es sinónimo de justicia! Andar diciendo que es el mayor crimen de la historia, que la historia de Colombia resulta casi idílica si se la compara con la de cualquier país en que hayan dominado los comunistas... Uf, eso suena a estar peor que loco.

La comprensión de la mayoría, al menos de la mayoría de las clases medias urbanas, hacia la guerrilla es la principal causa del levantamiento armado y de todos los crímenes que se cometen por su causa. Pero al respecto la opinión generalizada sigue siendo la misma, sólo ha cambiado un poco la claridad con que se aplaudía a las FARC hace unos años. Ahora se presentan como un mal necesario. Como decía un asqueroso personaje en una ocasión, algunos de sus miembros cometen infracciones del DIH y merecen ser castigados, con los demás hay que negociar las leyes.

La anécdota de El otoño del patriarca es irresistible: cuando alguien obedece la orden de matar a los niños que conocían el secreto de la lotería, finalmente a ese alguien se le castiga: «hay órdenes que no se deben cumplir». Lo mismo ocurre con la respetabilidad del levantamiento armado por la justicia social, cuando la escalada de violencia conduce a rellenar de excrementos los cilindros para hacerlos más eficaces, aquellos que ordenaron a los niños y rústicos «tomar las armas para combatir la injusticia social» se desentienden y se escandalizan, aunque no es que les hagan muchos ascos a las rentas de las retenciones (que llegan a través de ONG influyentes en otros países, en los mismos en que se invierten los capitales justicieros).

¿De qué modo pueden entenderse que los jueces defiendan por tradición el derecho a matar soldados y policías, que no otra cosa es el «levantamiento armado contra la injusticia social»? Hay que imaginarse la Colombia del siglo xix. Si en una de tantas guerras civiles resulta vencedor un bando lo primero que hará será decretar penas muy altas para toda rebelión, salvo que cuente con no poder evitarla: que aun en el poder su capacidad de imponerse totalmente sobre cualquier insurrecto será limitada. De modo que tiene que convivir con los potenciales insurrectos y sólo asegurarse de que en caso de una nueva guerra civil su persona y su familia y su grupo no vayan a resultar afectados. Ésa es la clave del delito político: los miembros de las castas superiores están a salvo de la violencia y para eso permiten el asesinato de los miembros de las castas inferiores que trabajan defendiéndolos.

Al respecto conviene recordar a Paul Valéry: «en las guerras se matan entre sí personas que no se conocen para beneficio de personas que sí se conocen y no se matan». El tremendo forcejeo entre las formas de vida coloniales y las que pretenden la asimilación al Occidente civilizado es toda la historia de la Colombia independiente. El núcleo de esas formas de vida es la esclavitud. En una situación de orden e imperio de la ley la presión por la igualdad y por el reconocimiento de aquello formalmente aceptado en las bases constitucionales terminaría siendo lesivo para las castas poderosas. En caso de «conflicto» el terror, el asesinato, el despojo, etc. contra los miembros de las castas inferiores, se legitiman y quienes lo cometen tienen garantías de impunidad, al tiempo que la capacidad de gasto estatal se multiplica. Los acuerdos de paz terminan siendo mutuas concesiones entre las facciones de poderosos que mandaban a su ganado a matarse, siempre en provecho propio y a costa de los que no viven de la política sino que trabajan.

El que tenga alguna duda sólo tiene que fijarse en los resultados de la Constitución del 91: expansión del gasto estatal a favor de los abogados, maestros, médicos y demás (con penosos resultados en productividad), imposición de un método de «justicia» que en la práctica es la supresión del derecho en favor de la discrecionalidad del juez, multiplicación de gasto en entidades como la Universidad Nacional, es decir, de rentas para los promotores de la lucha revolucionaria... La «oligarquía» que decían combatir no resultó tan perjudicada.

En últimas el delito político es un despropósito legal y moral que en Colombia se mantiene porque la guerra contra las instituciones democráticas es la guerra contra los pobres y sobre todo contra los que trabajan: la defensa del orden de siempre. Lo que pasa es que los colombianos que leen la prensa y escriben en los blogs mayoritariamente están en lo mismo, y resultarían completamente desvalidos e ineptos en una sociedad competitiva.

Son mayoritariamente miembros de las clases parasitarias, es decir, de la clientela del terrorismo y eso es lo que lleva a hacer que su corazón romántico se sienta atraído por conceptos tan amables como «justicia social», «ideales», etc. Lo mismo ocurre con las papilas gustativas que encuentran «dulce» y envían algo que en alguna instancia del cerebro se traduce en «calorías». El apego de los colombianos instruidos al delito político expresa sobre todo el temor y el rechazo a un mundo en el que tendrían que trabajar. Y las masacres y secuestros son la defensa relativamente eficaz que se opone a ese mundo. Esperar que quieran hacerse responsables de ellos ya es entrar en un terreno de infantilismo que no merece que se le dedique tiempo.