martes, mayo 29, 2012

Pero, veamos, ¿a quién representan las FARC?


Eso se pregunta Mauricio Vargas en su más reciente columna, y a pesar de lo problemático que resulta contestar a esa cuestión vale la pena intentarlo. O mejor dicho, contestar al planteamiento de Vargas, que puede estar induciendo falacias sin proponérselo.

La primera cuestión está en la propia definición: supongamos que se demostrara que las FARC sí representan a una parte, incluso a una parte significativa de la sociedad colombiana. ¿Sería entonces más legítimo negociar el orden político premiando sus crímenes? Bonito sería el rumbo de una sociedad semejante: cada vez que hubiera un conflicto que fuera de alguna manera justificable, uno de los sectores se dedicaría a asesinar y secuestrar inocentes y a destruir el orden legal democrático, y siendo representativos, habría que reconocerlos.

Es decir, el problema no es que las FARC no sean representantes legítimos de ningún sector, sino que amenazan al conjunto de la sociedad y por eso negociar las instituciones con ellas es directamente lesivo para todos. Exactamente como una dama que hiciera concesiones a quien intenta violarla.

Pero lo segundo es también atroz, y no obstante parece sensato y puede haber sido, como ya he dicho, concebido por su autor con la mejor intención: es el viejo lugar común de que las FARC son tan ajenas a la sociedad como cualquier otro grupo delincuencial. Esa idea es grata a la inmensa mayoría de los colombianos, sin distinguir entre uribistas y antiuribistas, pero es una mentira grave y funesta. Las FARC sí representan a un sector social significativo y son el fruto de extravíos de las clases altas y de intereses de importantes instancias de la vida colombiana.

Por ejemplo, haciendo frente a la cuestión de si hay alguien a quien las FARC representan, es obvio que representan a todos aquellos que quieren que se negocie con ellas. ¿No son esas personas una amenaza para la democracia y no alientan los crímenes cuando hacen presión para que se los reconozca como fuente de derecho? La cuestión es tan pueril como si algún abogado pretendiera que el malhechor encargado de llamar a las familias de los secuestrados para cobrar el rescate es en realidad un protector de las víctimas. Las FARC son en últimas clientelismo armado, y su trayectoria con los grandes sindicatos del país lo demuestra. Sus usufructuarios, tanto oligarcas como lagartos, sencillamente "hacen la guerra con los hijos ajenos".

El papel de todas esas personas como parte esencial del crimen se hace más patente cuando se piensa en la relación entre los asesinatos y secuestros de las FARC y las personas que los cometen. ¿Qué beneficio obtiene cada una de esas personas? Tanto si las FARC tomaran el poder como si se desmovilizaran, el futuro de cada criminal específico dependería de su inserción en la jerarquía tradicional (étnica, sexual, "etaria", regional y de instrucción). Es decir, los crímenes los cometen niños indígenas de regiones miserables pero sirven para que personajes como María Jimena Duzán sueñen con embajadas vitalicias (de momento le sirvió para ser cónsul en Barcelona, rodeada de lujos y dedicada a favorecer desde la oficina a los demás "pacifistas" instalados en Europa). Lo mismo se puede decir de los miembros de familias patricias, de los ex presidentes, de los congresistas premiados por Santos, de las ONG, de los sindicatos, de los empleados estatales en términos generales, sobre todo de los de más nivel, que por lo demás son los más resueltamente partidarios de las FARC (es decir, de la negociación, pues es la forma en que se explotan los crímenes lavándose las manos).

Si las FARC no fueran representativas de instancias poderosas de la sociedad, no existiría esa solidaridad general entre los supuestos críticos del uribismo en la prensa y sus compañeros que cabildean más abiertamente a favor de las FARC y legitiman y alientan sus crímenes. ¿O alguien recuerda algún vago reproche de algún antiuribista que escriba en la prensa o aparezca en los medios a la consideración general de "defensores de derechos humanos" que se otorga a benefactores de la humanidad como Iván Cepeda Castro o Javier Giraldo? Curioso. Para entender que todo el antiuribismo es resueltamente solidario con las FARC basta leer por ejemplo las últimas columnas del melifluo académico Eduardo Posada Carbó con un discurso claramente favorable al premio de los crímenes (1, 2).

Y cuando uno suma a los interesados en que las leyes no surjan del consenso de los ciudadanos o de sus representantes sino de la presión de las bandas de asesinos resultan claramente distinguibles dos niveles de grupos a los que representan las FARC.

En un plano ideológico está lo que en Colombia se llama "izquierda", cuya conexión con esa banda de asesinos y con las demás es evidente en todo momento. Las FARC son un nombre para las fuerzas de choque de la "izquierda" o Polo Democrático en las áreas rurales o en los barrios miserables de las ciudades. El que quiera creer otra cosa podría explicar cómo es que ese partido nunca ha pedido a la banda que desista de sus crímenes, y al contrario ha hecho toda clase de presión para que se premien. ¿O no es así? El hecho de que los colombianos disocien ambas actividades sólo es reflejo de esa condición moral que lleva a considerar crimen lo que hace un adolescente hambriento pero no lo que hace quien lo contrata, que sería exactamente el caso del PDA y las FARC. Entre las perlas de esos criminales no es menor la última amenaza del exalcalde de Bogotá Luis Eduardo Garzón, ahora líder de un partido con el que coquetea el uribismo: si Santos no hace la "paz" matarán a un millón.

En un nivel sociológico es mucho más clara la relación: el socialismo a la cubana es, como la tutela, una garantía de que los grupos organizados que tradicionalmente dominan el Estado estarán a salvo de competir y de rendir cuentas. El rechazo del juego político normal en cualquier democracia agrupa a los sectores parasitarios de siempre, caracterizados por ser herederos directos de cargos públicos y también de ventajas concretas a la hora de acceder a ellos: contactos (sobre todo), rasgos físicos próximos a los de los conquistadores, títulos académicos (garantizados por las mismas rentas), etc. No es raro que el presidente de la federación de sindicatos estatales fuera Wilson Borja, corresponsal de alias Raúl Reyes, ni que la revista de los ricos sea la más obsesivamente antiuribista y tenga entre sus columnistas a un sicario ascendido a la gerencia y a una lista de personajes del mismo estilo.

¿A quién representan las FARC? A los colombianos identificados con el viejo orden de castas que por eso aborrecen la democracia y la competencia. Que esos colombianos sean también la esencia del país, el país atávico (a diferencia de las mayorías, que preferirían integrarse en sociedades en las que los señoritos serían despreciados y aun ridiculizados), es precisamente lo que determina la dificultad de acabar con las bandas terroristas: el ciudadano ordinario, que podría intercambiarse por el de clases sociales bajas de cualquier país desarrollado, es incapaz de crear medios de prensa distintos a los que heredaron los jefes del terrorismo. Y las nuevas generaciones son incapaces de resistir a la seducción que ejerce sobre ellos ese orden, el único mundo que pueden concebir, reforzado por la educación.

Hagan la prueba, díganle a cualquier colombiano de 15 años que en 2000 las guerrillas secuestraban a diez personas cada día, o de que Arias o Salazar no se robaron nada. Todos estarán seguros de que eso es mentira. La prensa y la educación están en manos de los amos de las FARC, y hay muy poca determinación para cambiar eso.

Y en definitiva, admitir que las FARC representan a ciertos sectores de la sociedad colombiana implica que esos sectores, cuya complicidad con los crímenes comunistas alcanza más de medio siglo, tienen una responsabilidad que tal vez no sea punible en términos penales, pero que sí debe determinar que se los vete como representación de la sociedad, que se los arrincone y señale, tal como ocurrió con los partidarios de Hitler que no cometieron directamente crímenes. Bueno: decir que las FARC no representan a nadie o que son meros bandidos llegados de la luna es una forma de asegurarle la impunidad a sus cómplices.

Ese combate político es la tarea de Colombia para las próximas décadas, y un improbable desenlace justo requerirá superar el statu quo impuesto en 1991 por la alianza de terroristas, tinterillos y traficantes de drogas: a fin de cuentas, ¿no dicen los del Polo Democrático que son el partido que defiende esa Constitución? Bueno, también para eso debería haber un partido que agrupe a los ciudadanos que quieran oponerse al premio del crimen. Algo que también parece remoto e imposible, pero que no por ello deja de ser necesario. Y posible.