sábado, junio 27, 2009

Medio siglo no es casi nada

Me levanto un día por la mañana y miro la prensa, aparece anunciada una columna de Eduardo Posada Carbó: ¿Por qué no conmemoramos, como se debería, el regreso a la democracia? No tengo tiempo de leerla. Sólo me queda el interrogante: ¿de qué hablará este tipo? Pasan muchas horas, por fin puedo dedicar un rato a la prensa, abro de nuevo El Tiempo y me encuentro el titular, que ya se me había olvidado. ¿De qué hablará este tipo?

Cierto escritor decía, palabras más, palabras menos, que a cada persona la define una sola idea, alrededor de la cual se construye su vida. En el caso de ese autor esa idea se puede resumir en esto: "No debemos considerar nuestra sociedad ni nuestras instituciones como de por sí dañadas y viciadas sino como parte de una tradición respetable". En ese afán de encontrar una mirada ni agónica ni trágica sobre la vida colombiana, la posesión de Alberto Lleras hace cincuenta años es descriptible como un retorno a la democracia.

¿Por qué no lo conmemoramos? ¿Por qué no se me ocurre que su artículo puede tratar de eso? Mejor dicho, ¿por qué ese retorno a la democracia no resulta interesante para nadie más? El wishful thinking, que yo llamo "razón deseante", que es el fondo de la idea central del pensamiento de Posada Carbó, conduce a forzar la realidad: ¿qué retorno a la democracia era ése?

Durante la primera mitad del siglo se habían formado unas elites de poder encarnadas en los dos grandes partidos; el enfrentamiento larvado y reducido a las zonas rurales estalló tras la elección de Ospina Pérez gracias a la división liberal, la cual a su vez era expresión del descontento de las mayorías con la elite gobernante. En medio del caos sangriento de las presidencias de Laureano Gómez y Urdaneta algunos sectores de esas elites encargaron a un militar el control de la situación: tras los acuerdos entre quienes habían llevado al país a la violencia se consideró que se podía prescindir del dictador y se agitó un poco a las bases urbanas. Ése fue todo el retorno a la democracia: las elites renunciaron al enfrentamiento sanguinario al precio de repartirse los puestos.

Tampoco es que se pueda despachar a la ligera el Frente Nacional: la violencia entre liberales y conservadores cesó, las libertades se garantizaron y hubo muchos progresos. A fin de cuentas la democracia son las formas, y el país en 1960 estaba mucho mejor que una década antes. En apariencia el experimento era bueno, y mienten quienes aseguran que se excluía a quienes no pertenecieran a los grandes partidos: Alfonso López obtuvo muchísimos votos llevando como compañero a la cámara al líder agrario comunista Juan de la Cruz Varela. La queja por la exclusión de otros partidos, típico argumento de propaganda de la izquierda comunista, pasa por alto que más del 95 por ciento de los que participaron en el plebiscito de diciembre de 1957 aprobaron el nuevo régimen, a pesar de la oposición de los comunistas y de la derecha radical, como se explica en este escrito de Eduardo Pizarro.

Lo que le daba legitimidad democrática al Frente Nacional era que no se perseguía a la oposición política, la cual se mantuvo activa durante todo el período: primero en el Movimiento Revolucionario Liberal de López Michelsen, después en el Frente Unido de Camilo Torres y al final en la Anapo. Pero una cosa es que la democracia son las formas y otra que se las pueda reemplazar por una ilusión óptica, por un trampantojo. Las formas democráticas implican que quien gana las elecciones gobierna, si eso no ocurre, no hay democracia. Esa falsedad del sistema, la nula disponibilidad de las elites de poder a entregarlo a un bando de oposición que ganara las elecciones, fue denunciada por Camilo Torres con la famosa frase "el que escruta elige". Peor, en las elecciones de 1970 se confirmaron los temores del sacerdote. (Es muy curioso que Pizarro, miembro en su día de la guerrilla cuyo pretexto fue ese fraude, no lo mencione en su balance del Frente Nacional.)

Es muy curioso enterarse de que la guerrilla del ELN surgiera del activismo de las juventudes del ELN, según nos cuenta Plinio Apuleyo Mendoza: quien a la postre heredaría el Frente Nacional, con el resuelto apoyo del presidente que se hizo responsable del fraude de 1970, fue López Michelsen. La cadena de descontento que encarnaba en el gaitanismo y veinte años después, con bastantes matices, en la Anapo, pasó por el activismo del cura, cuya inmolación sirvió para reforzar a una guerrilla surgida del movimiento de López Michelsen, y cuya destrucción frustraría ese mismo personaje, como nos cuenta el general Valencia Tovar. Con suficiente astucia, el más típico representante de las elites de la primera mitad del siglo, si acaso emulado por los Santos, explota el descontento en su favor y sacrifica el mismo Estado con tal de tener una fuerza que le puede ser útil en cualquier momento.

También llama la atención que la contestación al Frente Nacional la encarnara alguien como Rojas Pinilla: es verdad que la base social de su partido estaba formada por antiguos policías y militares que habían prosperado durante su gobierno, pero al final arrastró a todos quienes se veían excluidos socialmente por las prácticas clientelistas y desfalcadoras de la elite gobernante. Muy probablemente su gobierno habría sido un desastre, pero no uno comparable al falseamiento de la democracia.

Tras el fraude se abre una segunda etapa de la "democracia" nacida en 1958: el descontento por la ilegitimidad del régimen lo canalizan por completo los partidarios de la revolución a la cubana, y ese sueño de prescindir de la democracia (a menudo basado en la denuncia del fraude, como si alguien odiara la moneda de un país porque le dieron un billete falso) terminó, previsiblemente, atrayendo a los herederos de esas elites. A partir de entonces todo fue construir la trama del clientelismo armado que tantas pensiones tempranas y tantas carreras espléndidas ha provisto a los que se dedican a las ciencias sociales y consiguen gracias a esas redes empleos estatales.

Esa carrera concluyó en la Constitución del 91, la cual garantiza un volumen de gasto público que significa provisión para la nueva generación de las elites a costa de las mayorías y de quienes trabajan. De todo eso se llega al actual conflicto con las cortes, corporaciones cuyos miembros se formaron en las universidades en que era unánime el culto al Che y se sienten amparados por ese marco legal para dedicarse a delinquir para salvar a la facción esclavista-totalitaria, tan claramente una minoría hoy como en el plebiscito de 1957. Pero ahora reforzada por todo el poder que el clientelismo armado ha dado a sus "fichas" en diversas entidades públicas.

En lugar de conmemorar el retorno de la democracia deberíamos pensar en barajar de nuevo corrigiendo todos los desvaríos totalitarios de esa Constitución, de modo que se pueda decir que vivimos en un Estado de derecho y no sometidos a la tiranía del hampa.

(Publicado en el blog Atrabilioso el 27 de agosto de 2008.)