domingo, agosto 11, 2013

Colombia, 2013


Lo que resulta difícil hacer entender a los colombianos es que todo ocurre cerca de ellos y no en selvas remotas, que los protagonistas son ellos y no unos ridículos asesinos imbuidos de fanatismo ideológico o hundidos en industrias criminales. Mejor dicho, que lo que ocurre en la vida cotidiana en Colombia es lo que importa y los crímenes son la sombra de eso que el colombiano ordinario experimenta cada día.

En la jerga de los marineros se llama "obra viva" a la parte sumergida de una embarcación y "obra muerta" a la parte emergida. La obra viva mantiene a flote la embarcación y se desplaza en una u otra dirección. Pero el gobierno está en la obra muerta, donde la tripulación maniobra con el timón y los motores o velas y lleva el barco a donde deba ir.

Eso mismo pasa con el "conflicto": es una decisión de los colombianos, que deben saber si apoyan o rechazan a los terroristas; lo que ocurrirá en las selvas será el fruto de esa decisión. Lo que ha ocurrido en más de treinta años de negociaciones de paz es que el bando partidario de los terroristas se ha impuesto, con un leve retroceso en la década pasada.

Pero ese bando no es mayoritario, si bien tampoco lo es el bando que los rechaza. Sólo que los colombianos tienen siempre un truquito para acomodar su interés y sus valores reales a una apariencia de rectitud y legalidad: la disposición a premiar a los criminales y a sacar partido de sus crímenes se "vende" como voluntad de paz.

¿Hay partidarios de los terroristas? ¿Cómo se explica el que lo dude la popularidad de personajes como los columnistas de Semana? Unos dirán que no son exactamente los terroristas, que es como alegar que Hitler no podría ser condenado porque no mató a nadie. Otros dirán que debido a la financiación gubernamental esa revista promueve a los terroristas, cosa que es falsa porque ya los promovía en tiempos de Uribe y en realidad siempre.

En ese reino de la mala fe no hay lugar para lo obvio:

1. Esa revista y sus opinadores corresponden a los valores e intereses de la mayoría de los colombianos de clases acomodadas, que están a favor de la abolición de la democracia que se opera al negociar las leyes con el crimen organizado.

2. Lo que mueve esa dulce conciencia pacifista y filantrópica es el interés de preservar un orden jerárquico heredado de la Colonia, que determina que los progresistas de distinto tipo (que siempre están ostentando su indignación como enemigos de la corrupción, el latifundio y el paramilitarismo) dispongan de servicio doméstico a precios irrisorios y de rentas fabulosas sin posibilidad de evaluar su productividad.

3. Contra ese espíritu no hay verdaderamente ninguna resistencia, de otro modo habría medios rivales que denunciarían la afinidad de esa revista y los demás medios bogotanos con el terrorismo: la identificación con Uribe lo es con la confusión absoluta, con el respaldo a la Constitución del 91 (que los uribistas no quisieron cambiar en ocho años de extraordinaria popularidad) y con la indefinición sobre todos los aspectos importantes: ¿o alguien ha entendido que el uribismo se opone a negociar las leyes con los criminales?

4. Ese orden es la garantía de la desigualdad arraigada de la sociedad, ya he explicado en muchas partes que durante la primera década de vigencia de la Constitución de 1991 la desigualdad aumentó casi diez puntos del índice Gini. Pero quienes viven de opinar a favor del gobierno tienen en realidad pocos motivos para oponerse, ya que una sociedad verdaderamente democrática y reacia a otorgar privilegios les resultaría inconveniente.

Para entender de qué modo ese parasitismo de los poderosos constituye el ADN de la sociedad colombiana basta con figurarse que alguien impusiera la igualdad entre los sexos en un país como Arabia Saudí: habría una poderosa resistencia de los varones, tradicionalmente investidos de poder. No serían todos pero los demás tendrían pocos motivos para entusiasmarse. Si las mujeres anhelaran conscientemente disfrutar de las libertades de que disfrutan las de otros países, estarían en desventaja por el montón de códigos atávicos que seguirían imperando.

Eso pasa en Colombia, las personas humildes son serviles porque si no lo fueran resultarían insoportables para los de arriba, que las perseguirían y excluirían. El disfrute de rentas elevadas sin producir nada es el anhelo secreto de la mayoría, y la retórica socialista le abre el camino al dominio a quienes se sumen (en ese sentido la izquierda colombiana se adelantó un poco al chavismo venezolano).

El colombiano real de 2013, sobre todo el bogotano, que se supone el más instruido y con mayor acceso al bienestar, es un indigente moral e intelectual ansioso por presentarse como intelectual con recursos escasísimos (el esfuerzo por obtener el certificado de formar parte de la clase media hace que tranquilamente haya miles de politólogos que no saben quién es Ortega y Gasset y de periodistas que nunca han tenido el hábito de leer la prensa, cosa visible en su ortografía).

Los adornos de bondad y progresismo que se ponen los colombianos son grotescos y mueven a compasión. Si una persona de otro país presta atención al estilo y las razones del alcalde de Bogotá sólo puede pensar que se trata de un jefe mafioso. Es algo que exhala su presencia, su forma de hablar y de mirar y el contenido de su discurso. Pero no faltan los que lo aplauden porque lo ven como el representante de la política de la paz y el amor.

Los medios han estado dedicados a acosar al procurador con las calumnias más grotescas: ¿cuál es el motivo? Que pone objeciones a la infamia de legitimar las infinitas atrocidades de las tropas de la "izquierda" como "paz". El pretexto es que es un católico fundamentalista supuestamente relacionado con los lefevristas, grupo ultramontano que según la propaganda cuenta con algunos obispos revisionistas. Todo eso está muy lejos de constituir delito, pero constituye la obsesión de los líderes cívicos de Semana.

De ese modo, los colombianos que leen la prensa viven indignados con el procurador por quién sabe qué supuestas manías secretas, y gracias a eso apoyan a personajes como los columnistas de esa revista, para quienes los asesinos de las FARC y el ELN son agentes de paz.

Los recientes montajes para calumniar la resistencia a la negociación con el cuento de que alguien se propone matar a personajes de esa revista ocupan en todos los medios decenas de veces más espacio que los asesinatos reales de once militares a manos de la banda de León Valencia y Arco Iris. ¿Qué hay en la clase de gente que sigue a esos personajes? Todo colombiano con cierto nivel social tiene muchos parientes y amigos que forman parte de esa cofradía. ¿Cuántos entienden que esos personajes son los verdaderos criminales? Yo diría que ninguno.

Para que se entienda hasta qué punto son los códigos casi inconscientes de la sociedad los que permiten que reine el crimen voy a proponerles a los lectores evaluar estas palabras del presidente:
Estos soldados sacrificaron su vida para que nosotros sigamos viviendo en paz. Estos héroes de la patria merecen el reconocimiento de todo el pueblo colombiano.
¿Alguien entiende? El hombre llama paz a la negociación de paz o en todo caso afirma en todo momento que busca la paz negociando. ¿De qué modo la muerte de los soldados tiene que ver con la paz? ¿Salieron a buscar la negociación? ¿Vivir en paz significa perseguir a los asesinos? En tal caso, ¿cómo puede ser paz el hecho de legitimarlos negociando?

Es porque como nadie quiere admitir que los terroristas tienen partidarios, cuya tarea e interés es el de quien se lleva el dinero en un caso de estafa por el "paquete chileno", el que le saca la billetera al herido al que otro le ha clavado una navaja, porque resulta que son los parientes y amigos de la inmensa mayoría de los colombianos acomodados, entonces todo se vuelve mentira y absurdo: Santos dice cualquier cosa que parezca halagadora para los soldados muertos, las reacciones de los demás son estremecedoras, casi siempre maldiciendo al maldito conflicto, del que sin la menor incomodidad culpan a Uribe, a los ganaderos, a Godofredo Cínico Caspa, a los estadounidenses, a los militares, etc.

Pero con todo, como ya he explicado muchas veces, el problema es que todo eso no tiene oposición, tal como el culpable de que la sífilis destruya a una persona ya no es quien se la contagia ni las bacterias, sino esa misma persona o el médico que le receta remedios equivocados. Baste con ver esta majestuosa perla de sabiduría de un líder y precandidato uribista para entender que las sentidas palabras de Santos no son excepcionales:
Hay dos clases de personas, las que quieren premiar el crimen y las que se oponen a hacerlo. Como la mala fe es lo que hace que el colombiano sea colombiano, no faltará el que niegue que este prócer forma parte de los que quieren premiar el crimen.

El uribismo no es resistencia a la negociación con los terroristas, sólo es crítica constructiva en aras de explotación politiquera del descontento. ¿O alguien se figura que un solo uribista, insisto, UNO SOLO, va a mostrarse en desacuerdo con la idea de negociar con el ELN?

No hablemos de la idea implícita en ese tuit de que al negociar se les pagará menos por haber cometido ese crimen. Es absurdo: el pretexto con el que se negocia es precisamente que se van a evitar esos crímenes, pero ¿cómo van a negociar con alguien que no amenaza? Todo es grotesco y absurdo. Todo forma parte de lo que decía al principio: no ocurre nada en selvas y fronteras remotas, los colombianos están dispuestos a someterse a los criminales y en realidad están enemistados con Santos por su descortesía con Uribe, como si fueran personajes de telenovela.

Quienes pensamos que las leyes no se negocian con los infractores somos realmente pocos. El senador dice algo grato para su público, no es un extremista, está abierto al diálogo civilizado y así figura ventajosamente. Ése es el oficio del político, el problema es éste: ¿por qué el ciudadano acepta las cuentas para llevar a una negociación futura con el ELN?

(Publicado en el blog País Bizarro el 24 de mayo de 2013.)