Este sombrío vaticinio se ve reforzado por la absoluta desorientación de los que se oponen a Petro y a su régimen. Abundan los que creen que habrá un golpe militar a una rebelión cívica, o incluso una intervención estadounidense, lo cual hace recordar la época del Caguán, con la diferencia de que ahora los comunistas controlan todo el Estado y además el negocio de la cocaína.
Los comunistas se quedarán muchas décadas en el poder en Colombia porque no tienen oposición. El hecho de que ninguno de los precandidatos de las pasadas elecciones cuestionara el acuerdo de La Habana y las “instituciones” surgidas de él deja ver hasta qué punto nadie se plantea hacer frente a un régimen criminal porque a los políticos les resulta más rentable acomodarse y los ciudadanos particulares no ven otra alternativa que tratar de sobrevivir en el nuevo orden o emigrar.
Respecto al expresidente Álvaro Uribe y su partido no se trata de ningún vaticinio sino de la comprobación de lo que ha ocurrido en los últimos doce años. En cualquier país en el que el presidente anunciara el día de su posesión que piensa hacer lo contrario de lo que prometió, aquello por lo que los ciudadanos votaron por él, daría lugar a una rebelión cívica rotunda porque si el funcionario elegido no está atado por sus compromisos con los electores sencillamente no hay democracia. Pero en Colombia Santos hizo exactamente eso y la única preocupación de Uribe y su entorno fue conservar alguna influencia en los nombramientos, alguna cuota de poder, por mezquina que fuera.
Eso mismo siguió con todos los desmanes de Santos, y cuando éste se planteó refrendar su infame acuerdo con los terroristas con un plebiscito tramposo, Uribe y los suyos trataron de evitarlo negociando una constituyente que complaciera a las FARC. Calculaban que perderían un plebiscito, de modo que se planteaban la abstención (el voto afirmativo, que era su verdadera opción, les habría hecho perder el apoyo de sus partidarios), hasta que se vio que los descontentos con Santos votarían NO y tuvieron que sumarse a esa opción. Ante la derrota del gobierno, corrieron a «cumplir la palabra empeñada» y evitar que el acuerdo se cayera.
Sencillamente, el que quiera oponerse a un régimen comunista que amenaza con quedarse todo el siglo (en Cuba ya llevan 63 años) tiene que contar con el uribismo como una parte del sistema, un grupo menguante de vividores cínicos y de hinchas fanáticos y resignados que no van a hacer frente a la tiranía sino a legitimarla como perdedores en elecciones sucesivas. En la Polonia comunista había un partido católico y otro campesino, cuyos líderes y representantes parlamentarios eran simplemente funcionarios del régimen. Eso es el uribismo desde 2010 y lo será más patéticamente ahora.
Una oposición real debe ante todo denunciar la ilegitimidad del gobierno. En mi opinión, las alegaciones sobre fraude en el escrutinio son difíciles de demostrar y quien podría evaluarlas son las propias autoridades a las que se acusa. Pero nadie puede negar la multiplicación de la producción de cocaína a partir de la negociación de paz (ahora se exporta más de cinco veces la cocaína que se exportaba hace diez años) ni la implicación de los grupos comunistas asociados a las guerrillas activas y desmovilizadas en ese negocio. También el grupo de Petro y sus aliados internacionales son claramente parte de la mafia y si se atendiera al proceso contra Álex Saab se comprobarían muchas conexiones problemáticas de la senadora Piedad Córdoba y otros miembros del grupo gobernante.
La influencia del tráfico de drogas ilícitas en la elección de Petro también es fácilmente demostrable, por ejemplo comparando los resultados electorales de las regiones en que se cultiva coca con los de las demás, o el apoyo de todos los políticos ligados a ese negocio, como Ernesto Samper, al patán de oratoria de guiñol de títeres.
Pero además, más allá de lo que haga o deje de hacer el nuevo gobierno, el acuerdo de La Habana se sigue aplicando y a todas luces fue un crimen y un golpe de Estado. Un rasgo característico de los colombianos es la ligereza conceptual, la incapacidad de seguir fielmente un enunciado: si se convoca un plebiscito y la mayoría vota no pero no se hace caso a esa mayoría, no hay democracia, lo que el pueblo diga no cuenta. Una verdadera oposición no puede renunciar a denunciar esa infamia ni a deshacer lo acordado.
Y en definitiva la presidencia de Petro y el acuerdo de La Habana son sólo la continuación de un proceso que comenzó con el golpe de Estado de 1991 y la Constitución aprobada por una Asamblea elegida por menos del 20 % del censo electoral en medio de carros bomba y asesinatos y secuestros generalizados. Es decir, una verdadera oposición tendría que plantearse una Asamblea Constituyente que diera lugar a un orden liberal.
Lo anterior quiere decir que una verdadera oposición sería una minoría tal vez por mucho tiempo, pero nadie sabe qué puede pasar en el orden geopolítico y qué puede hacer un gobierno estadounidense futuro respecto del narcoimperio cubano y sus satélites. Para que haya un cambio hay que deshacer lo que hizo Santos, y el uribismo renunció a eso hace muchos años.
En definitiva lo que ha ocurrido durante los últimos doce años ha sido una resignación de la mayoría de la sociedad colombiana al narcotráfico, que ciertamente no menguó en absoluto durante la presidencia de Duque. Puede que ese conformismo explique el inagotable fervor uribista, muy característico de la clase de gente que apreciaba la munificencia de Pablo Escobar.
Sea como sea, esa minoría que se opone efectivamente al narcotráfico y al orden impuesto por los comunistas es la única oposición posible. Quien no cuente a Uribe y los suyos en el bando enemigo no puede ser un verdadero opositor al narcorrégimen.
(Publicada en el portal IFM el 5 de agosto de 2022.)