martes, septiembre 27, 2022

Redimir a Colombia

Los críticos de Petro tienen dos preocupaciones principales: una es que se quede después de 2026, la otra, a veces asociada a la primera, que convoque una Asamblea Constituyente. Esos temores dejan ver lo terriblemente confundidos que están los colombianos respecto a la situación real del país y la resignación que reina respecto a un estado de cosas que sólo puede agravarse, de tal modo que en pocos años Colombia estará como los demás regímenes comunistas de la región.

Petro es un personaje sin mayor relieve en el conjunto de la conjura totalitaria. Su descaro y tal vez su capacidad de despertar atención entre cierto público debió de llamar la atención de los Santos o los Samper o de algún otro oligarca de los que publicaban en los setenta la revista Alternativa, de modo que le consiguieron una beca en la exclusiva Universidad Externado de Colombia. Esa circunstancia se suele pasar por alto, pero en definitiva fue Juan Manuel Santos el que lo hizo alcalde de Bogotá.

De modo que no parece muy probable que Petro vaya a intentar quedarse cuando desde ahora se ve el desastre que será su gobierno y el descontento que generarán el empobrecimiento y la multiplicación de la violencia. Esa clase de cambios legales son peligrosos para la estabilidad del sistema, y ni el régimen cubano ni sus socios iraníes y quizá chinos ni el clan oligárquico y ni siquiera el partido comunista y las demás sectas totalitarias tienen nada que ganar sosteniendo a un tirano al que la gente odia.

La principal misión del gobierno de Petro es alcanzar para sus mentores el control total del Estado, particularmente de las fuerzas armadas y la policía, a las que se someterá a toda clase de persecuciones y sobornos hasta que sean órganos del poder comunista, tal como ya ocurre en Venezuela. También la protección de la industria de la cocaína, de la que dependen los regímenes afines de Venezuela y Centroamérica, y en realidad también de Perú y Bolivia. Las señales son inequívocas.

Otro objetivo de primer orden para el narcogobierno es la propaganda, para la que ya se dispuso el adoctrinamiento escolar con el infame discurso legitimador de la «Comisión de la Verdad», que pronto será parte de la identidad de los colombianos, tal como el cristianismo lo fue para los aborígenes al cabo de pocas décadas de la Conquista, o como los patriotas de ocho generaciones han aplaudido con fervor los asesinatos de españoles llevados a cabo por Bolívar y Santander.

De modo que con un corpus legal favorable a sus intereses, un poder judicial totalmente copado, unas fuerzas armadas sometidas y dirigidas por subalternos de los jefes terroristas, unos medios de comunicación dependientes de la pauta pública e intimidados, un sistema educativo cuya tarea es la peor propaganda, unas empresas públicas en manos del hampa, un narcotráfico a pleno rendimiento y a través de él controlado el resto de la economía, pueden pensar incluso en la alternancia.

Por ejemplo, el continuismo petrista podría venir de algún político joven emparentado casualmente con los Samper, los López, los Santos o incluso los Lleras. De modo que por muy grande que sea el descontento, a la hora de la verdad los votos de las regiones apartadas son casi unánimes en apoyo al candidato oficialista y en las ciudades se movilizan las clientelas o las gentes cooptadas a punta de caricias que creen que los que no se permiten sus prácticas íntimas los han estado oprimiendo.

Incluso podría ganar las elecciones un candidato uribista. Todo se hizo muy mal y ninguno de los candidatos tenía atractivo para ganar unas elecciones, pero se podría suponer que en 2026 habrá un descontento muy grande y la gente votará mayoritariamente por un candidato «de derecha», como Miguel Uribe, por nombrar a uno posible. ¿Nadie recuerda a Óscar Iván Zuluaga y Federico Gutiérrez declarando que respetarían lo negociado con las FARC? Un presidente uribista en un país totalmente dominado por los comunistas sería aún más blando que Duque, y sencillamente sería una pausa para el retorno de los comunistas con algún líder más sólido y más joven que Petro, como ya ocurrió en Nicaragua y Bolivia.

Y el cambio constitucional resulta aún más absurdo: para poderlo imponer necesitan cierta legitimidad, que es alguna clase de apoyo popular. ¿Cómo evitarían que el descontento terminara llevando a una constitución menos favorable a sus intereses que la del 91? Y sobre todo, ¿para qué van a cambiar la norma que impusieron por una asamblea elegida por menos del 20% del censo electoral en medio de graves atentados terroristas? Las constituciones que intentan implantar en Chile y Perú son equivalentes a ese engendro.

Pero los colombianos han adoptado esa situación como irrevocable y ni siquiera sueñan con tener un país decente, ordenado, tranquilo, próspero, cohesionado y justo. Como una familia de delincuentes, ya ven a los de vida normal como privilegiados a los que sería imposible asimilarse, y ni se imaginan que un día no hay narcotráfico ni jueces comunistas ni bandas de asesinos imponiendo las leyes ni centros educativos dedicados a la propaganda del crimen. Esa realidad ya forma parte de la identidad de los colombianos.

Si alguien quisiera otra cosa no debería inquietarse por el dudoso intento de Petro de quedarse en el gobierno sino por la ausencia de alternativa. Para tener otro país habría que empezar por plantearse si los procesos de paz con las guerrillas son legales, legítimos o democráticos. Como es evidente que no lo son, habrá que plantearse desautorizarlos completamente y deslegitimar sus efectos. Abrir un juicio contra los comunistas que incluya todas sus actuaciones desde la primera mitad del siglo pasado.

También habría que plantearse si la Constitución de 1991 es legal, toda vez que se implantó violando la ley y para complacer a los jefes del narcotráfico que no querían ser extraditados y a los estudiantes comunistas que habían forzado la "séptima papeleta" en las elecciones de 1990. Un plebiscito con ese fin se podría convocar y de ahí surgiría la necesidad de convocar una Constituyente verdaderamente democrática con una propuesta que permitiera rechazar la opresión comunista en la norma fundamental.

Y respecto del narcotráfico habría que proceder con el mismo rigor: cualquier persona que tome parte en el cultivo comercial de coca o en la producción o el tráfico de cocaína debería pagar cárcel y para hacer cumplir la ley se dedicarían grandes recursos y se harían grandes esfuerzos. Sencillamente, esa actividad delictiva debe erradicarse y todos los que toman parte en ella deben pagar penas severas como cualquier otro violador de la ley.

Todo eso es muy fácil de decir y muy difícil de hacer, pero ¿alguien cree seriamente que sin eso va a florecer Colombia como un país normal? ¿Alguien entiende que el narcotráfico corrompe todas las instancias de la vida nacional? ¿Alguien se ha dado cuenta de que después de la multiplicación de la producción de cocaína durante el «juhampato», no se redujo en absoluto durante los cuatro años de Duque?

La oposición es un componente necesario de la farsa de democracia que hay en Colombia. Lloriquea y discute en el Congreso y hasta tiene protagonismo en los medios de comunicación, pero no tiene los fines aquí expuestos. Los congresistas tienen sueldos fabulosos y seguramente ingresos irregulares relacionados con su actividad, la continuidad del petrismo no afecta a sus intereses particulares. Si se trata del CD, es algo claro: nunca se opuso al acuerdo de La Habana. 

Pero eso corresponde a la disposición de la mayoría de los ciudadanos: ¿cuántos quieren realmente cambiar el país para que todo lo impuesto por los comunistas en cuatro décadas de negociaciones de paz deje de tener validez? ¿Y el esfuerzo ingente que demandaría un combate real al narcotráfico? Cuando el plebiscito de 2016 el NO se impuso por un margen pequeño respecto del SÍ, y la votación estuvo muy por debajo de la mitad del censo. Uribe y sus partidarios entendieron el triunfo del NO como una votación por ellos, mientras que muchos vieron su complacencia como una traición.

Uribe tenía razón en una cosa: la mayoría de los votos por el NO eran votos por él. De otro modo habría habido una poderosa tendencia de rechazo al acuerdo de La Habana. No la hubo, baste ver los resultados de todas las elecciones de este año. Ningún candidato, ni siquiera al Congreso, era partidario de no reconocer ese acuerdo. Los colombianos han asimilado la paz y la Constitución del 91 y no tienen el menor interés en vivir de otra manera.

Woody Allen cuenta en una película que un hombre va al médico y le comenta que su hermano cree ser una gallina. «¿Por qué no lo mete en un manicomio?» «Lo haría, pero necesito los huevos». Los colombianos obtienen de muy diversas maneras réditos del narcotráfico y el hecho de combatirlo en serio les plantearía muchos problemas, que es el mismo caso de cualquier persona que delinque o se prostituye. 

(Publicado en el portal IFM el 26 de agosto de 2022.)

jueves, septiembre 22, 2022

Todo lo que les dan a los indios

 A la hora de explicar las causas del éxito de la propaganda comunista en Iberoamérica prácticamente nadie diría que se debe a que encaja en un orden social antiguo que constituye la base de nuestras sociedades. Por el contrario, casi todos los contradictores de esa propaganda consideran que la revolución es un trastorno que viene a cambiar una situación que no era tan mala y no faltan los que la justifican en la corrupción de los gobiernos anteriores, como si esas condiciones morales de los gobernantes fueran el fruto de algún capricho de una deidad y no el modo de vida de siempre, y como si la tiranía comunista viniera a traer menos latrocinios y abusos.

Ese anclaje en el orden antiguo de la hoy triunfante ideología se evidencia en las disposiciones relativas a los pueblos amerindios de la Constitución Política de Colombia de 1991, que fue una imposición de un gobierno aliado del narcotráfico y la guerrilla comunista del M-19, la cual obtenía ese logro a cambio de su desmovilización. Un avance del proyecto totalitario recién fundado por Lula da Silva y Fidel Castro para resistir al retroceso del comunismo en Europa.

De lo que se trata es de mantener el orden de castas colonial y a una parte de población desprovista de una ciudadanía plena, debido a que no forma parte del conjunto social sino de otras comunidades a las que se «protege» en sus especificidades, según el discurso oficial. En la realidad esos ciudadanos de segunda son meros esclavos de los dueños del Estado, que combinan la dialéctica del palo y la zanahoria, aunque el palo lo reciben los pobladores, amenazados por los narcotraficantes y guerrilleros, valga la redundancia, y la zanahoria es sólo para los jefes de las comunidades, meros capataces de la mafia.

De modo que cuando se habla de las hectáreas que poseen los indios y que se les conceden habría que pensar en la vasta corporación de parásitos dueños del Estado y en las ONG que hacen de intermediarias entre las bandas de asesinos y narcotraficantes y los que controlan en el terreno a las comunidades. Esas hectáreas que se sustraen a la agricultura y a la ganadería no van a beneficiar a los pobladores sino a servir para la industria de la cocaína, que es el fundamento de los regímenes totalitarios de la región, como es bien sabido con el caso venezolano.

Pero al final todo lleva a la visión de la mayoría de los ciudadanos: todas las protestas que he leído en Twitter van acompañadas de hostilidad racista contra una parte de la población tradicionalmente excluida. Parece que la inmensa mayoría de los colombianos encuentran un motivo de orgullo en ostentar desprecio por estos compatriotas y asocian el tener ese origen étnico con los desmanes de los matones asociados a los guerrilleros («guardia indígena»). Así se favorece la labor de la mafia reinante que intenta enfrentar a los indios con los demás colombianos. Esa hostilidad recuerda a la misoginia con que muchos replican al feminismo, como si esta propaganda totalitaria favoreciera realmente a las mujeres.

Poco contribuye a reducir esa hostilidad la corrección política, manifiesta por ejemplo en la reticencia a llamarlos «indios», como los llamaron los conquistadores españoles después de que los viajes de Colón tuvieran por objeto llegar a la India. Debido a que por el racismo tradicional «indio» ha llegado a ser un insulto, se ha generalizado llamarlos «indígenas», para no ofenderlos, tal como los que dicen «afroamericano» o «moreno» para aludir a los negros. Lo que se evidencia en esa manía es la persistencia del racismo como rasgo ideológico predominante, y en fin lo que hace que los narcotraficantes que explotan a las comunidades puedan mantener su ventaja: realmente la mayoría no ve problema en la persistencia del viejo orden de castas, sólo en el inconveniente de no contarse entre los favorecidos. Indígena es un término de origen latino presente en todas las lenguas de Europa occidental con el mismo sentido de «natural del país», el alemán es el indígena en Alemania y el chino en China.

Los indios son las principales víctimas del orden reinante, son la mano de obra barata de los narcocultivos, tal como lo eran de las industrias milagrosas de la época colonial, como la quina. Quien pensara en su redención no debería quejarse de que se les concedan hectáreas sino que esto no se haga a favor de cada familia o de cada individuo, sino de unas organizaciones que sólo son las instituciones de la esclavitud. ¿Que esas tierras serían más productivas en otras manos? Quizá, pero nadie debería impedir al indio propietario asociarse con emprendedores o venderles sus tierras. O mejor, intentar prosperar como cualquier otro ciudadano favorecido por una reforma agraria efectuada sobre terrenos que ahora están en manos de redes criminales.

(Publicado en el portal IFM el 19 de agosto de 2022.)

viernes, septiembre 16, 2022

¿Qué es la verdad?

Esta pregunta es famosa porque según el Evangelio se la formuló el prefecto romano Poncio Pilatos a Jesucristo, y en Colombia es muy pertinente porque hoy 12 de agosto de 2022 empieza la implantación en las mentes infantiles de una «verdad» de la que el Ministerio de la Verdad de la novela 1984 de George Orwell es un tímido precursor.

La verdad es que el «conflicto armado» es una forma mentirosa de hacer referencia a lo que ha ocurrido con las guerrillas comunistas. Ciertamente se trata de un conflicto, tal como lo hay en una violación, pues sin conflicto sería un apareamiento ordinario y no un crimen, o en un atraco, que sin conflicto sería una obra de caridad. Pero esa expresión pretende suprimir la noción de la ley porque la persona poco avisada —como los niños a los que se va a embutir la propaganda—, llega a creer que cometer un secuestro —un asesinato, una violación…— es equivalente a impedirlo. Es un viejo tema de la propaganda de las bandas narcoterroristas, necesitadas de legitimarse y satisfechas tras haberlo conseguido gracias al engaño de Juan Manuel Santos y a la pasividad de los colombianos, en gran medida manipulados por Álvaro Uribe y su partido, pero no por ello menos responsables del monstruoso resultado.

La verdad es que nada puede ser más mentiroso que el informe de la llamada «Comisión de la Verdad», constituida por acuerdo de los asesinos y sus amigos en el gobierno. Esa comisión dedicada a evaluar los hechos tiene un evidente objetivo de legitimar los crímenes gracias a los cuales se hicieron poderosos y reclutaron a miles de niños y adolescentes campesinos y consiguieron, en la fase final con ayuda del gobierno de Santos y con el apoyo del régimen criminal que oprime a Venezuela, controlar el negocio de la cocaína. Las personas designadas para dirigir esa comisión, el sacerdote jesuita Francisco de Roux y el sociólogo Alfredo Molano, eran sencillamente líderes ideológicos del bando terrorista, como cualquiera puede comprobar evaluando la historia del CINEP, o leyendo con atención las columnas de Molano, en las que no era raro que alentara a las bandas narcoterroristas a persistir en sus crímenes.

La verdad es que esas bandas criminales tienen su origen en la Komintern, la Internacional Comunista, que fue la organización creada tras la caída del Imperio ruso en manos de los bolcheviques para imponer regímenes totalitarios en todo el mundo, y que con los recursos del país más grande de la Tierra financió a miles de profesionales dedicados a crear partidos satélites. De esa inversión y de la perpetua guerra civil por el control de los puestos públicos en Colombia surgieron las primeras guerrillas en los años cuarenta y cincuenta, en las que se formaron los sicarios que después formarían las FARC. El ELN fue creado en Cuba, cuando ese país cayó en manos de la URSS, y el M-19 lo organizó el clan oligárquico para acabar con la Anapo, siempre con los recursos, las armas y la dirección del régimen que desde 1959 mantiene a la antaño opulenta Cuba en la hambruna y el terror.

La verdad es que los comunistas en Colombia han tenido como aliados a los líderes del Partido Liberal desde los años treinta, cuando los recursos soviéticos y la actividad de los agentes de la Komintern proveían ventajas a Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos y sus respectivas familias y aliados para conservar el poder a costa del partido rival. El ELN surgió de un grupo de jóvenes del Movimiento Revolucionario Liberal de Alfonso López Michelsen que fueron a recibir adoctrinamiento en Cuba. Como ya he explicado, el M-19 surgió de la actividad de Enrique Santos Calderón, Gabriel García Márquez, Daniel Samper Pizano y otro grupo de próceres que buscaban a la vez destruir a la Anapo del general Rojas Pinilla y copiar el ejemplo de guerrilla urbana de los Tupamaros uruguayos. Juan Manuel Santos llegó a la presidencia a completar ese antiguo designio.

La verdad es que las bandas narcoterroristas no representan a los colombianos humildes sino que los oprimen y despojan. El acuerdo de «paz» a que llegan con el «Estado» es simplemente una imposición de la casta oligárquica que usa a esos criminales y el terror que inspiran como pretexto para asegurar el control del Estado. Si a alguien representan en el conjunto de la sociedad es a la minoría más rica, constituida por los empleados públicos y los profesores y estudiantes de universidad. El activismo de los reclutadores y propagandistas determinó que esos sectores hallaran en el mentiroso sueño de un paraíso igualitario el pretexto de unos privilegios que no tienen los empleados públicos y universitarios en ningún otro país del mundo. Y esos grupos son simplemente los herederos de las castas superiores de la sociedad antigua, en una sucesión que remite a la misma época colonial.

La verdad es que como garantes de ese orden social inicuo los criminales narcoterroristas sí representan a la sociedad porque si bien benefician a una minoría parasitaria no hay en el resto de los ciudadanos un rechazo de ese orden sino a lo sumo la aspiración a incluirse en él, cosa evidente en la unánime aprobación de atrocidades como la matrícula cero (con la que se despoja a los pobres para proveerles ventajas a los ricos) o la acción de tutela (con la que se suprime la ley para que el privilegio esté asegurado gracias al arbitrio de los funcionarios). La persistencia de ese orden, cuyo nombre es esclavitud, caracteriza a toda Hispanoamérica y explica su perpetuo atraso y su perpetua miseria. El que en Colombia exista algo tan obsceno como la «Comisión de la Verdad» y que las mentiras que produce sean lo que se enseña en lugar de la historia en las escuelas es prueba de esa condición.

La verdad es que por mucho que uno se indigne y crea que los criminales comunistas son extraños al país, lo que se puede comprobar es que no tienen alternativa. Los propagandistas de esa «verdad» criminal son los colombianos más admirados, como el escritor Héctor Abad Faciolince, o el ministro de Educación, el mismo que favoreció la multiplicación de los cultivos de coca (y los pesares de los raspachines, en su mayoría niños y jóvenes indios) para defender la salud. ¿Qué clase de doctores y científicos comparten esa «verdad» a pesar de tener acceso a toda la información?: la clase de gentuza que reina en una sociedad bárbara y padece un daño moral incurable gracias a los hábitos de crueldad e indolencia que adquirieron sus antepasados gracias a la esclavitud. La infame mentira que sale de la «Comisión de la Verdad» no tendrá mucha respuesta porque a la mayoría no es algo que le importe mucho.

La verdad es una tarea íntima, una búsqueda incesante que constituye el núcleo moral de una persona. Lo explicado arriba sobre el «conflicto» es sencillamente innegable, pero no habrá quien lo divulgue porque para eso haría falta una sociedad menos bárbara.

(Publicado en el portal IFM el 12 de agosto de 2022.)

viernes, septiembre 09, 2022

El nuevo gobierno y su oposición

Ya quedan pocos días para que Petro se posesione como presidente y tanto los nombramientos como las medidas que ha anunciado hacen temer un rumbo catastrófico para Colombia. Vista la experiencia de los países vecinos y el innegable control por parte de los sectores afines a los Santos y los Samper de todos los resortes del poder, es de temer que no se trate sólo de un gobierno aniquilador sino de un régimen que durará muchas décadas. ¿A estas alturas alguien espera un cambio en Cuba, Nicaragua o Venezuela?

Este sombrío vaticinio se ve reforzado por la absoluta desorientación de los que se oponen a Petro y a su régimen. Abundan los que creen que habrá un golpe militar a una rebelión cívica, o incluso una intervención estadounidense, lo cual hace recordar la época del Caguán, con la diferencia de que ahora los comunistas controlan todo el Estado y además el negocio de la cocaína.

Los comunistas se quedarán muchas décadas en el poder en Colombia porque no tienen oposición. El hecho de que ninguno de los precandidatos de las pasadas elecciones cuestionara el acuerdo de La Habana y las “instituciones” surgidas de él deja ver hasta qué punto nadie se plantea hacer frente a un régimen criminal porque a los políticos les resulta más rentable acomodarse y los ciudadanos particulares no ven otra alternativa que tratar de sobrevivir en el nuevo orden o emigrar.

Respecto al expresidente Álvaro Uribe y su partido no se trata de ningún vaticinio sino de la comprobación de lo que ha ocurrido en los últimos doce años. En cualquier país en el que el presidente anunciara el día de su posesión que piensa hacer lo contrario de lo que prometió, aquello por lo que los ciudadanos votaron por él, daría lugar a una rebelión cívica rotunda porque si el funcionario elegido no está atado por sus compromisos con los electores sencillamente no hay democracia. Pero en Colombia Santos hizo exactamente eso y la única preocupación de Uribe y su entorno fue conservar alguna influencia en los nombramientos, alguna cuota de poder, por mezquina que fuera.

Eso mismo siguió con todos los desmanes de Santos, y cuando éste se planteó refrendar su infame acuerdo con los terroristas con un plebiscito tramposo, Uribe y los suyos trataron de evitarlo negociando una constituyente que complaciera a las FARC. Calculaban que perderían un plebiscito, de modo que se planteaban la abstención (el voto afirmativo, que era su verdadera opción, les habría hecho perder el apoyo de sus partidarios), hasta que se vio que los descontentos con Santos votarían NO y tuvieron que sumarse a esa opción. Ante la derrota del gobierno, corrieron a «cumplir la palabra empeñada» y evitar que el acuerdo se cayera.

Sencillamente, el que quiera oponerse a un régimen comunista que amenaza con quedarse todo el siglo (en Cuba ya llevan 63 años) tiene que contar con el uribismo como una parte del sistema, un grupo menguante de vividores cínicos y de hinchas fanáticos y resignados que no van a hacer frente a la tiranía sino a legitimarla como perdedores en elecciones sucesivas. En la Polonia comunista había un partido católico y otro campesino, cuyos líderes y representantes parlamentarios eran simplemente funcionarios del régimen. Eso es el uribismo desde 2010 y lo será más patéticamente ahora.

Una oposición real debe ante todo denunciar la ilegitimidad del gobierno. En mi opinión, las alegaciones sobre fraude en el escrutinio son difíciles de demostrar y quien podría evaluarlas son las propias autoridades a las que se acusa. Pero nadie puede negar la multiplicación de la producción de cocaína a partir de la negociación de paz (ahora se exporta más de cinco veces la cocaína que se exportaba hace diez años) ni la implicación de los grupos comunistas asociados a las guerrillas activas y desmovilizadas en ese negocio. También el grupo de Petro y sus aliados internacionales son claramente parte de la mafia y si se atendiera al proceso contra Álex Saab se comprobarían muchas conexiones problemáticas de la senadora Piedad Córdoba y otros miembros del grupo gobernante.

La influencia del tráfico de drogas ilícitas en la elección de Petro también es fácilmente demostrable, por ejemplo comparando los resultados electorales de las regiones en que se cultiva coca con los de las demás, o el apoyo de todos los políticos ligados a ese negocio, como Ernesto Samper, al patán de oratoria de guiñol de títeres.

Pero además, más allá de lo que haga o deje de hacer el nuevo gobierno, el acuerdo de La Habana se sigue aplicando y a todas luces fue un crimen y un golpe de Estado. Un rasgo característico de los colombianos es la ligereza conceptual, la incapacidad de seguir fielmente un enunciado: si se convoca un plebiscito y la mayoría vota no pero no se hace caso a esa mayoría, no hay democracia, lo que el pueblo diga no cuenta. Una verdadera oposición no puede renunciar a denunciar esa infamia ni a deshacer lo acordado.

Y en definitiva la presidencia de Petro y el acuerdo de La Habana son sólo la continuación de un proceso que comenzó con el golpe de Estado de 1991 y la Constitución aprobada por una Asamblea elegida por menos del 20 % del censo electoral en medio de carros bomba y asesinatos y secuestros generalizados. Es decir, una verdadera oposición tendría que plantearse una Asamblea Constituyente que diera lugar a un orden liberal.

Lo anterior quiere decir que una verdadera oposición sería una minoría tal vez por mucho tiempo, pero nadie sabe qué puede pasar en el orden geopolítico y qué puede hacer un gobierno estadounidense futuro respecto del narcoimperio cubano y sus satélites. Para que haya un cambio hay que deshacer lo que hizo Santos, y el uribismo renunció a eso hace muchos años.

En definitiva lo que ha ocurrido durante los últimos doce años ha sido una resignación de la mayoría de la sociedad colombiana al narcotráfico, que ciertamente no menguó en absoluto durante la presidencia de Duque. Puede que ese conformismo explique el inagotable fervor uribista, muy característico de la clase de gente que apreciaba la munificencia de Pablo Escobar.

Sea como sea, esa minoría que se opone efectivamente al narcotráfico y al orden impuesto por los comunistas es la única oposición posible. Quien no cuente a Uribe y los suyos en el bando enemigo no puede ser un verdadero opositor al narcorrégimen.

(Publicada en el portal IFM el 5 de agosto de 2022.)

viernes, septiembre 02, 2022

La guerra de las ranas y los ratones


En un famoso cuento de Borges se atribuye a Homero el consejo de construir la absurda ciudad de los inmortales y se arguye como prueba de que podría cometer desvaríos el hecho de que después de la Ilíada contara la guerra de las ranas y los ratones. Cuando uno averigua, descubre que en efecto hay una epopeya cómica con ese nombre, la Batracomiomaquia, que los romanos atribuían a Homero, aunque los estudiosos actuales suponen que fue compuesta unos diez siglos después de la época del aeda ciego. 

No puedo librarme de recordar ese nombre si pienso en la polémica actual entre feministas y promotores del transexualismo y la moda queer. Me impresiona muchísimo que haya críticos del llamado progresismo que divulgan y apoyan los reproches de las feministas «de tercera ola» a sus nuevos rivales, reconociendo tácitamente la validez de su ideología. Parece que hallaran una fisura en las filas enemigas, que se estarían dividiendo, cuando en realidad en esa polémica ambos salen ganando porque el espacio de quien no apoya ese feminismo ni el transexualismo se encoge y el público de las feministas se amplía.

Es una guerra falsa y ridícula, es como una nueva guerra de las ranas y los ratones. En general el feminismo que va más allá de la simple reivindicación de la igualdad entre las personas se vuelve otro frente de las políticas de identidad, que son un recurso de los comunistas para reemplazar al proletariado, que en los países industrializados no se dejó seducir y prefirió la libertad.

 Al final el feminismo presenta un pueblo elegido y agraviado, que curiosamente tiene representantes en todas las familias. Gracias a la copiosa inversión en propaganda, las mujeres resultan de por sí enemigas de sus padres, hermanos, hijos, amantes y amigos. Esa propaganda se paga con el dinero de todos y en definitiva hay una clase social de funcionarios, educadores, periodistas, etc., que forma mayorías contando con las personas a las que arrastran a votar prometiéndoles privilegios por su sexo, además de otras minorías oprimidas por otras causas y muy necesitadas de tener representantes que viven del dinero público.

Un ejemplo muy interesante de esa discusión es la feminista española Lidia Falcón (86 años) que publica un artículo en el que tras señalar muy acertadamente los problemas del transexualismo llega a la conclusión de que es ¡otra agresión del patriarcado a las mujeres!

Hija extramatrimonial del comunista peruano César Falcón, la escritora feminista ha estado siempre ligada al comunismo y en los años de la Transición a la democracia dirigió un partido feminista que formaba parte de Izquierda Unida, la coalición que enmascaraba al Partido Comunista. Ella no puede estar para ver que feminismo y moda queer son recursos de la misma trama de dominación y supresión de la libertad que se conoce como «progresismo» o «izquierda». En realidad, mientras el gobierno español (dirigido por un personaje más joven y más apuesto que Gustavo Petro, que además se defiende hablando inglés, pero cuya calidad intelectual y moral es idéntica a la del narcoterrorista colombiano) dedique todo el tiempo de la radio pública a hablar de la exclusión que sufren las mujeres o de los méritos no reconocidos de algunas mujeres del pasado.

Ya en el siglo XIX se hablaba de la «cuestión femenina», por ejemplo, en las novelas de Dostoievski, y el malicioso filósofo alemán Friedrich Nietzsche temía que la rebeldía y afán reivindicativo de algunas mujeres era como un adorno más, otra joya u otro tipo de escote. Sería espantoso e intolerable que cayéramos en una consideración ultrajante de las mujeres o en la nostalgia de tiempos en los que efectivamente no podían tener propiedades ni votar ni ejercer el mando en los negocios o en el gobierno (de hecho, en las sociedades avanzadas eso se superó hace tiempo, por ejemplo, la primera versión de la película Primera plana se llamaba Luna nueva (1940) y la protagonizaron Cary Grant y Rosalind Russell, siendo ésta una importante periodista).

Pero esa consideración de Nietzsche es válida en otro sentido: la disposición de los comunistas a volverse los valedores de las mujeres es una especie de galantería. No es que las mujeres dejen de estar sometidas y sean personas con tantos derechos y responsabilidades como los hombres, sino que se las halaga para que apoyen la causa de esos mejoradores del mundo cuya principal tarea es despojar a los demás de sus bienes y con el dinero obtenido pagar la intimidación y el adoctrinamiento. Por eso las feministas no dicen nada de las proezas de los asesinos de las FARC, responsables de decenas de miles de violaciones, sino que los cuentan entre sus partidarios, cosas que los malhechores acogen con la más delicada cortesía de rufianes de tango.

En un artículo sobre la historia de las mujeres del rock llamaba la atención que aquellas que complacían al público masculino con actitudes y vestimentas sexis estaban justificadas porque siendo mujeres se las obligaba a ello, pero si no lo hacían, también estaban justificadas, y ningún éxito que hubieran alcanzado sería suficiente, ya que lo habían alcanzado a pesar de no explotar su belleza. Hicieran lo que hicieran estaba bien porque eran mujeres. Y la cruel realidad es que la inmensa mayoría de las estrellas del rock eran hombres, entre otras cosas porque complacían con su sexualidad explícita al público femenino.

La galantería que degrada a las mujeres también es evidente cuando se trata de los “derechos reproductivos”. ¿Es la penalización del aborto una restricción a los derechos de las mujeres? ¿De por sí quieren las mujeres que sea posible abortar? Es el sobreentendido que “venden” con la propaganda. La idea de fondo es que el «sexo débil» no está para ser responsable de nada sino para obrar a capricho. En la realidad siempre ha habido más mujeres partidarias de castigar el aborto que de despenalizarlo, porque son más conscientes de la gravedad del asunto, aunque puede que en los últimos años esas mayorías hayan menguado gracias a la propaganda (tal como ya hay una clara mayoría de jóvenes colombianos que odian a Uribe).

En definitiva, no hay una oposición entre feminismo y transexualismo, ambos son frentes de la propaganda totalitaria que pretende destruir la familia y todo vestigio de libertad individual. Ambos son banderas que explotan los «progresistas», que en Occidente casi siempre tienen alguna relación con el narcorrégimen cubano y su constelación de tiranías. Su oposición es un engaño para atraer incautos. Una guerra de ranas y ratones.

Puede que en Colombia muchos piensen que es una cuestión secundaria o ajena, pero es porque Petro no se ha posesionado: el populismo feminista, junto con el ambientalista, serán los temas preferidos de la propaganda de ese régimen criminal. Las alharacas de los camanduleros les vendrán de perlas para «venderse» como modernizadores y tapar su clara relación con las bandas de asesinos, secuestradores y violadores de niños de cuyo dominio del negocio de la cocaína viene su poder.

 (Publicado en el portal IFM el 27 de julio de 2022.)