viernes, mayo 01, 2009

El monstruo de Anstetten y el "mal de vereda"

Una vez escribí una entrada en mi antiguo blog basada en esa imagen de la percepción del mundo que tendría una víctima del incesto. Me refería a la llamada acción de tutela y a la forma en que se aplica en Colombia ese recurso de amparo (que existe en muchos sitios, pero no saltando por encima de la jerarquía judicial ni menos con la posibilidad de anular las leyes y los contratos invocando “derechos fundamentales”). Esa endemia jurídica explica en gran medida al país: como las leyes no se pueden aplicar ni los contratos respetar porque los poderosos no van a someterse a ninguna norma, se inventan una figura mediante la cual se anulan leyes y contratos y se hace lo que los amos quieran. Pero el embeleco no carece de ingenio: los dueños del Estado resultan reclamándole al Estado aquello que les dé la gana, siendo que “el Estado” es por definición dueño de las riquezas del subsuelo y tiene un derecho que nadie cuestiona a la exacción. El hecho de que “el Estado” (la organización de la dominación, según la definición de Lenin) despoje a la gente de los bienes que en otras sociedades les corresponderían (los del subsuelo y la exacción) se presenta como ¡un derecho a reclamarle al Estado! Y como nadie ha encontrado el remedio contra la muerte, la posibilidad de reclamar en nombre del derecho fundamental a la vida es infinita: depende de lo cerca que se esté de la cúpula judicial. Bueno, le puede reclamar al Estado (es decir, con cargo a los recursos comunes) quien es por definición usufructuario del Estado, las personas educadas y bien situadas, como en esta historia. Los pobres y analfabetos tienen todavía más derechos, pero sus tutelas no llegan ni a ser redactadas.

"Mal de vereda”
Ahora es de rabiosa actualidad la historia del jubilado austriaco que durante 24 años mantuvo encerrada a su hija, con la que tuvo siete hijos: ¿cómo se imaginaría esa mujer la vida de los demás? Para mí lo relacionado con la acción de tutela describe a una sociedad dañada, un lugar que no está muy lejos del sótano en que se pudría esa mujer con sus hijos, pero ¿no confirman esa percepción los recientes episodios de la conjura de los jueces para tratar de destruir al gobierno? El motivo de este artículo es sólo el apremio de gritar a los cuatro vientos: No, el mundo de fuera no es así, el aire corre y la gente se desplaza libremente. Pero, ¡figúrense!, eso no gusta, eso parece enfermizo y sesgado. Un bloguero que firma como Lanark describe esa tendencia a ver el propio país con una mirada demasiado desaprobadora como “mal de vereda”. A mí me interesa mucho el tema, objeto de una reciente discusión en el blog de Alejandro Gaviria.

Creer y pensar
Ortega y Gasset decía que no se debía confundir lo que alguien piensa con aquello en lo que cree, pensando se puede ser muy exuberante y los pensamientos pueden conducir a conclusiones distintas cada vez, mientras que aquello en lo que se cree es como el suelo en que crece la propia vida. Un estudiante puede aprender que el Homo sapiens y el Canis canis son mamíferos que comparten casi todo su genoma, ambos muy distintos de lo que es una mosca, por ejemplo. Pero si ese estudiante ha crecido en una familia colombiana típica, lo más seguro es que de todos modos sienta más la diferencia hombre/animal, de modo que el perro cae en la misma categoría de la mosca. Lo primero es lo que se piensa; lo segundo, aquello en lo que se cree. Digo todo esto porque es imposible hurgar en las ideas de un colombiano sin encontrar el creacionismo, la certeza transmitida por la tradición de que el mundo que conocemos fue creado por un ser superior y no es el producto de una tortuosa evolución. ¿Qué tendrá eso que ver con lo dañado de la sociedad colombiana? Fácil: la idea de que en los demás países también hay todo lo que se reprocha a la sociedad colombiana supone desconocer la excepcionalidad de lo humano: la existencia de la vida es el resultado de una situación excepcional, para que se llegara a los mamíferos pasaron miles de cosas extraordinarias y muchos millones de años, para que llegara nuestra especie y la palabra y la organización social casi que habría que pensar en una serie larguísima de milagros. En la mente del creacionista todo existe porque sí.

Complejo de inferioridad
Es decir, el que se empezara a hablar ocurrió en una circunstancia extraordinaria y puede que los hombres que lo vivieron ya fueran extraordinarios respecto de lo que era la especie hasta entonces. Y lo mismo se podría decir de todos los logros que disfruta la especie: son la obra de personas concretas, no un don de la Providencia. Pero al pensar en todos esos logros siempre se llega al desagradable descubrimiento de que eran y son el fruto de las vidas de las gentes de otras sociedades. Las nuestras como mucho han inventado la acción de tutela y algún tormento especialmente repugnante. ¡Como todas las sociedades son iguales porque en todas partes hay de todo, el pensamiento que dio lugar a la ciencia lo comparten todos los pueblos: es un don divino! Y a fe que quienes así piensan tienen algo de razón: ¿no hay filósofos en todas partes? La cuestión resulta especialmente halagadora para los colombianos de las clases altas, siendo que da lo mismo la Atenas del Siglo de Pericles que la Tenaz sudamericana, William Ospina bajito bajito resulta como un Aristófanes y Felipe Zuleta ya puede irse comparando con Simónides o con cualquiera de los que andaban de tertulia con Sócrates. Bueno, por mi experiencia, la intensidad con que acometen a la gente esa clase de pensamientos es inversamente proporcional al nivel de desarrollo de sus sociedades: un español acostumbrado a leer está más dispuesto que un colombiano a aceptar que el nivel filosófico o musical de Alemania en los últimos siglos era superior al de su país, pero hasta un colombiano resulta de lo más modesto y ecuánime si se compara su actitud con la de un hondureño, el cual aun es comedido si se lo compara con un ecuatoguineano.

Acostumbramiento
Pero fuera de ese halago siempre se va a lo mismo: en La rebelión de las masas, Ortega aludía al hombre típico del siglo XX llamándolo “hombre masa” y le atribuía la creencia de que todos los logros de la ciencia, que una minoría ínfima en ciertos sitios y momentos había alcanzado, le pertenecían por el hecho de haber nacido en esa época. En las sociedades de Latinoamérica, tan estériles y brutales, eso se lleva a la caricatura: la principal enseñanza de las universidades es que la culpa de que haya ciudadanos que no poseen ciertos bienes es de quienes los inventan y producen, siempre de otras partes. El latinoamericano no tiene que pensar en inventar ni en producir nada sino sólo en protestar en caso de no tener lo que desearía. El mero registro de esa particularidad cultural se vuelve a ojos de los joviales “mal de vereda”. Yo podría hacer un inventario exhaustivo de todas las cosas que he oído decir a colombianos exhibiendo ese patético complejo de inferioridad, que se manifiesta en la típica reacción de convertir a Diomedes Díaz en la competencia local de Mahler y a los juicios arrogantes de los supuestos entendidos en puro afán de exclusión. No es que el hombre colombiano esté condenado a estar muy por debajo de los de las demás sociedades, es que lo estará mientras se construya un sótano moral en el que reduce al resto del mundo a su nivel. La negación del carácter bárbaro de nuestras sociedades sólo refleja el cómodo acostumbramiento autohalagador, y a la postre resulta una manifestación más honda de barbarie que los mismos hechos atroces.

Todas las familias felices
Es famosa la frase de Anna Karenina según la cual “Las familias felices son todas iguales; las familias infelices lo son cada una a su manera”. Lo mismo se podía decir de las clases sociales en las distintas naciones, el “pueblo” es muy parecido en todas partes, los Prominenten lo son de forma muy peculiar. Cuando Octavio Paz alude a la destrucción de la sociedad azteca por los conquistadores españoles sobre todo se ocupa del exterminio de sus clases altas. Cuando se atribuyen rasgos de deformidad moral a la sociedad colombiana la gente automáticamente piensa en los guerrilleros o en los paramilitares o en los delincuentes o en los niños de la calle. Pero basta con las clases altas para explicarlo, basta con, como decía arriba, el hecho de que disfruten de la plenitud de sus títulos de filósofos, filólogos e historiadores en ardua competencia con los británicos del siglo XX para ver que la sociedad está lo que se dice lejos de cualquier desarrollo. En la misma semana en que Alejandro Gaviria publicó en su blog una entrada titulada Una sociedad dañada unos estudiantes en Neiva quemaron a unos policías, fenómeno que no mereció ningún escrito de opinión de la prensa ni ninguna entrada preocupada en ningún blog ni ningún comentario en el blog mencionado. ¿Qué culpa tienen los filósofos y economistas de que por allá en Neiva pase eso? Ellos están tratando de descifrar a Rawls como sus padres lo hacían con Derrida y sus abuelos con Sartre. ¡No faltaría más sino que les digan que son menos que Goethe porque pase eso en una universidad de provincia!

El maldito “narcotráfico”
Esa reacción conformista y autoindulgente de las clases altas tiene muchos formatos, el más característico es la atribución de todos los problemas graves al tráfico de drogas, ¡fenómeno tan narcótico que ya hasta hace olvidar que la cocaína es un estimulante! Claro que mucho antes de que fuera importante la exportación de drogas Colombia era conocida por ser el país de los gamines, fenómeno que bastaría para explicar los rasgos predominantes de la sociedad, aun de la actual. ¿Por qué había gamines? Porque había seductores desaprensivos y padres que lavaban su honra exhibiendo una crueldad sin límites con sus hijas embarazadas (y que en la mayoría de los casos eran también seductores desaprensivos con unos cuantos años más). Pero ¿qué clase de gente son los seductores desaprensivos? Todo lo que dio lugar durante tantas décadas a eso resulta tedioso a los colombianos encumbrados, que no quieren verse bajados del podio que comparten con sus colegas de otras épocas y países.

Amenazas y muertes
El caso de los policías quemados es sólo un ejemplo: repito, no se puede juzgar a una sociedad porque eso ocurra, ni siquiera porque ocurra frecuentemente, lo terrible, lo estremecedor, lo que anuncia muchos más horrores es esto: es como si no ocurriera, cientos de miles de colombianos han sido asesinados y la reacción de los poderosos casi siempre es sacar algún provecho de esos crímenes, mientras que el hecho de que cualquier energúmeno entre a un cibercafé y amenace a un periodista famoso da lugar a decenas de editoriales y columnas en la prensa (ayer mismo). Pero ¿y qué? Nadie va a tener que aceptar que porque eso pase el país es un muladar, sólo que nadie lo registra y el hecho de registrarlo llena de perplejidad a los colombianos acomodados, joviales y aplomados.

Eso no ocurre en otros países, y mientras siga ocurriendo, mientras la gente esté tan dispuesta a secundar campañas de calumnias repugnantes como las que ha emprendido la llamada Corte Suprema de Justicia para tratar de calumniar al presidente o todas las mentiras evidentes relacionadas con esa campaña (como la denuncia de Rocío Arias, las declaraciones de Villalba, la entusiasta autoinculpación de Yidis Medina, las peticiones de renuncia de Mockus y muchos más fenómenos), mientras los demás escondan la cabeza para ver sólo sus propios títulos y dignidades, la sociedad colombiana será respecto de la especie sólo un caso terrible de retroceso y degradación: un sótano en el que unos depravados hacen de las suyas y nadie les dice nada.

Publicado en el blog Atrabilioso el 7 de mayo de 2007.