lunes, junio 15, 2009

La tiranía del hampa

La primera vez que se me ocurrió describir la realidad colombiana como “Tiranía del hampa” fue durante el gobierno de Andrés Pastrana, cuando los medios presionaban de forma abrumadora para que la sociedad aceptara la imposición de las FARC y para que el poder que esos asesinos adquirían por medio del terror obtuviera reconocimiento y se convirtiera de facto en fuente de derecho: mandaban porque mataban, ésa era la doctrina de El Tiempo, El Espectador, Semana y Cromos, con algunos matices en el caso de Cambio (entonces).

La expansión de las bandas de asesinos que Castaño y Mancuso llegaron a liderar es en buena medida un corolario lógico de esa racionalidad: la búsqueda de la paz llevaba como secreto ingrediente el premio de los crímenes, pero una vez se abría la veda era difícil convencer a esos provincianos de que los crímenes sólo eran legítimos si quienes los ordenaban tenían confianza con el señor Santos Calderón y con el señor García Márquez, o con Antonio Caballero o Alfredo Molano o alguien próximo a Julio Mario Santodomingo. Pero sería muy equivocado llegar a responsabilizar sólo a esas personas: aun estaría legitimado el crimen si quienes lo ordenaban tenían relación con el clero universitario. Los dueños de los medios y el laureado novelista y su séquito sólo eran como una cúpula, como un sínodo de un gremio vasto y arraigado.

La existencia de ese poder como estructura íntima, secreta, de la sociedad colombiana es algo que siempre se niega, tanto como se niega su interés en que se suspenda la democracia en favor de la paz con justicia social o de la solución política negociada del conflicto social y armado o de una segunda oportunidad sobre la tierra para la estirpe maldita. Pero ¿qué podemos decir del acompañamiento que han significado los medios para el gobierno de Uribe Vélez? Recuerdo en esos primeros meses de 2002 la presencia del candidato más popular en El Tiempo, unas ocho veces menos que el candidato abiertamente promovido por el editor general (da lo mismo que fuera Rodrigo Pardo o Roberto Pombo, ambos apoyaban a Garzón), que obtendría, a pesar de eso, ocho veces menos votos. Pero ¿qué ha ocurrido después? ¿Cuántas noticias no han salido armando gran escándalo porque los hermanos del consejero Gaviria pudieran haber sido testaferros de mafiosos? ¿Y el libro de Joseph Contreras? ¿Y el de Virginia Vallejo? ¿Y las ocho mil personas supuestamente asesinadas por el gobierno? ¿Y la atribución al ejército de los atentados de El Nogal, de la Escuela Superior de Guerra y los que se cometieron contra Germán Vargas Lleras?

Hay un orden secreto que impera a pesar de la institucionalidad formal, está formado por relaciones personales —como las que ligan a ciertos magistrados con quien dirigía el DAS en la época en que fue asesinado Álvaro Gómez Hurtado—, por recursos formidables —como los que han acumulado las FARC con decenas de miles de secuestros, cientos de miles de “vacunas” y miles de toneladas de cocaína exportada, por no hablar de los que concentra el despreciable sátrapa venezolano—, por prestigios arraigados —como el del novelista nobelizado o como el que ostenta el tristemente célebre Karadzic del trópico, antes conocido como “el cobramasacres del frac”—, pero sobre todo por ideología: por las inercias de la esclavitud con la que convivió el país la mayor parte de su historia y que todavía tiene en las FARC regulares practicantes.

Ese orden secreto no encuentra modo de destruir al gobierno, y dado que las columnas incendiarias sólo convencen a los convencidos (a ninguna persona razonable se le ocurriría negar que se vive mejor que en 2000), que las FARC no aciertan más que a quemar busetas, que las urnas se muestran más bien reacias a favorecer a los amigos del terrorismo y que hasta Chávez podría perder las elecciones regionales de final de año, no les queda otro remedio que la conjura judicial.

Esa conjura ha llegado con la “parapolítica” y la “yidispolítica” a extremos de descaro que sólo son concebibles en Colombia y que permiten describir el orden realmente existente como tiranía del hampa. Al presidente del partido de la U lo capturan porque unos delincuentes dicen que se reunió con paramilitares: ¿qué credibilidad tienen esas denuncias? ¿Cuánto habría que pagar a personajes de esa calaña para que declararan mentiras que nadie podría refutar?, ¿una millonésima parte de la bolsa discrecional de Chávez no bastaría? Pero ¿qué demuestra el que el acusado se reuniera con los delincuentes? Pero ¿qué necesidad hay de dictar orden de captura cuando para abrir el sumario a Piedad Córdoba hacen falta cientos de declaraciones de diversas personas.

Todo eso no es nada: ¿quién dicta esos autos? Perfectamente puede ocurrir que la persona que disparó contra José Raquel Mercado forme parte de esa corte, pues ¿cómo es que no se sabe quién lo hizo? La persona que lo hizo, colombianamente, vive clamando por verdad, justicia y reparación. No hay ningún problema, ninguna sorpresa: quien esté cerca del hampa tiránica tiene licencia para matar y respaldo para ejercer de maestro de moral. Buen ejemplo de eso lo constituye el asesino jubilado León Valencia, obviamente amigo del director de El Tiempo:

Porque lo que están haciendo las guerrillas de hoy es servirle en bandeja de plata toda la opinión nacional al presidente Uribe y permitirle que a cuento de la lucha contra las Farc y contra el secuestro esconda o rebaje a un segundo plano problemas graves y dolorosos del país como la 'parapolítica', los diez mil desaparecidos causados por los paramilitares y los cerca de cuatro millones de desplazados que arroja el conflicto.

También le están facilitando que se perpetúe en el poder por mano propia o prestada, que se lleve de calle la separación de poderes y aplaste la oposición. En una palabra: que vulnere a su antojo, de manera profunda, la democracia.

No hay que sorprenderse: los cerca de cuatro millones de desplazados que arroja el conflicto no tienen que ver con las guerrillas, sino que éstas hacen olvidar eso al prestarse a servir al interés del gobierno. No hablemos que los desaparecidos de los paramilitares y la parapolítica sean un problema vigente mientras que combatir a las guerrillas sirve para tapar eso: a fin de cuentas tienen permiso constitucional para desaparecer y desplazar. Y claro, ganar elecciones es vulnerar la democracia. ¿Qué va a ser la democracia sino la imposición de ese psicópata y sus patrones, obtenida a punta de castraciones, torturas y corruptelas con personajes tan dudosos como los que le aseguraron la impunidad y le permiten seguir promoviendo el crimen desde la tribuna periodística? Es Colombia, el secuestro se llama “intercambio humanitario”, los que organizan las masacres se llaman “víctimas”, la persecución más inicua la emprende la “justicia”.

No hay que sorprenderse: el sueño de construir un país democrático tendrá siempre la formidable resistencia de la tiranía del hampa, y muy equivocado está quien crea que basta una mayoría circunstancial de opinión o un liderazgo popular para contrarrestarla. Al menos habría que prestar atención al poder que concentran esas camarillas de asesinos y a la amenaza que representan.
(Publicado en el blog Atrabilioso el 30 de julio de 2008.)