viernes, septiembre 02, 2022

La guerra de las ranas y los ratones


En un famoso cuento de Borges se atribuye a Homero el consejo de construir la absurda ciudad de los inmortales y se arguye como prueba de que podría cometer desvaríos el hecho de que después de la Ilíada contara la guerra de las ranas y los ratones. Cuando uno averigua, descubre que en efecto hay una epopeya cómica con ese nombre, la Batracomiomaquia, que los romanos atribuían a Homero, aunque los estudiosos actuales suponen que fue compuesta unos diez siglos después de la época del aeda ciego. 

No puedo librarme de recordar ese nombre si pienso en la polémica actual entre feministas y promotores del transexualismo y la moda queer. Me impresiona muchísimo que haya críticos del llamado progresismo que divulgan y apoyan los reproches de las feministas «de tercera ola» a sus nuevos rivales, reconociendo tácitamente la validez de su ideología. Parece que hallaran una fisura en las filas enemigas, que se estarían dividiendo, cuando en realidad en esa polémica ambos salen ganando porque el espacio de quien no apoya ese feminismo ni el transexualismo se encoge y el público de las feministas se amplía.

Es una guerra falsa y ridícula, es como una nueva guerra de las ranas y los ratones. En general el feminismo que va más allá de la simple reivindicación de la igualdad entre las personas se vuelve otro frente de las políticas de identidad, que son un recurso de los comunistas para reemplazar al proletariado, que en los países industrializados no se dejó seducir y prefirió la libertad.

 Al final el feminismo presenta un pueblo elegido y agraviado, que curiosamente tiene representantes en todas las familias. Gracias a la copiosa inversión en propaganda, las mujeres resultan de por sí enemigas de sus padres, hermanos, hijos, amantes y amigos. Esa propaganda se paga con el dinero de todos y en definitiva hay una clase social de funcionarios, educadores, periodistas, etc., que forma mayorías contando con las personas a las que arrastran a votar prometiéndoles privilegios por su sexo, además de otras minorías oprimidas por otras causas y muy necesitadas de tener representantes que viven del dinero público.

Un ejemplo muy interesante de esa discusión es la feminista española Lidia Falcón (86 años) que publica un artículo en el que tras señalar muy acertadamente los problemas del transexualismo llega a la conclusión de que es ¡otra agresión del patriarcado a las mujeres!

Hija extramatrimonial del comunista peruano César Falcón, la escritora feminista ha estado siempre ligada al comunismo y en los años de la Transición a la democracia dirigió un partido feminista que formaba parte de Izquierda Unida, la coalición que enmascaraba al Partido Comunista. Ella no puede estar para ver que feminismo y moda queer son recursos de la misma trama de dominación y supresión de la libertad que se conoce como «progresismo» o «izquierda». En realidad, mientras el gobierno español (dirigido por un personaje más joven y más apuesto que Gustavo Petro, que además se defiende hablando inglés, pero cuya calidad intelectual y moral es idéntica a la del narcoterrorista colombiano) dedique todo el tiempo de la radio pública a hablar de la exclusión que sufren las mujeres o de los méritos no reconocidos de algunas mujeres del pasado.

Ya en el siglo XIX se hablaba de la «cuestión femenina», por ejemplo, en las novelas de Dostoievski, y el malicioso filósofo alemán Friedrich Nietzsche temía que la rebeldía y afán reivindicativo de algunas mujeres era como un adorno más, otra joya u otro tipo de escote. Sería espantoso e intolerable que cayéramos en una consideración ultrajante de las mujeres o en la nostalgia de tiempos en los que efectivamente no podían tener propiedades ni votar ni ejercer el mando en los negocios o en el gobierno (de hecho, en las sociedades avanzadas eso se superó hace tiempo, por ejemplo, la primera versión de la película Primera plana se llamaba Luna nueva (1940) y la protagonizaron Cary Grant y Rosalind Russell, siendo ésta una importante periodista).

Pero esa consideración de Nietzsche es válida en otro sentido: la disposición de los comunistas a volverse los valedores de las mujeres es una especie de galantería. No es que las mujeres dejen de estar sometidas y sean personas con tantos derechos y responsabilidades como los hombres, sino que se las halaga para que apoyen la causa de esos mejoradores del mundo cuya principal tarea es despojar a los demás de sus bienes y con el dinero obtenido pagar la intimidación y el adoctrinamiento. Por eso las feministas no dicen nada de las proezas de los asesinos de las FARC, responsables de decenas de miles de violaciones, sino que los cuentan entre sus partidarios, cosas que los malhechores acogen con la más delicada cortesía de rufianes de tango.

En un artículo sobre la historia de las mujeres del rock llamaba la atención que aquellas que complacían al público masculino con actitudes y vestimentas sexis estaban justificadas porque siendo mujeres se las obligaba a ello, pero si no lo hacían, también estaban justificadas, y ningún éxito que hubieran alcanzado sería suficiente, ya que lo habían alcanzado a pesar de no explotar su belleza. Hicieran lo que hicieran estaba bien porque eran mujeres. Y la cruel realidad es que la inmensa mayoría de las estrellas del rock eran hombres, entre otras cosas porque complacían con su sexualidad explícita al público femenino.

La galantería que degrada a las mujeres también es evidente cuando se trata de los “derechos reproductivos”. ¿Es la penalización del aborto una restricción a los derechos de las mujeres? ¿De por sí quieren las mujeres que sea posible abortar? Es el sobreentendido que “venden” con la propaganda. La idea de fondo es que el «sexo débil» no está para ser responsable de nada sino para obrar a capricho. En la realidad siempre ha habido más mujeres partidarias de castigar el aborto que de despenalizarlo, porque son más conscientes de la gravedad del asunto, aunque puede que en los últimos años esas mayorías hayan menguado gracias a la propaganda (tal como ya hay una clara mayoría de jóvenes colombianos que odian a Uribe).

En definitiva, no hay una oposición entre feminismo y transexualismo, ambos son frentes de la propaganda totalitaria que pretende destruir la familia y todo vestigio de libertad individual. Ambos son banderas que explotan los «progresistas», que en Occidente casi siempre tienen alguna relación con el narcorrégimen cubano y su constelación de tiranías. Su oposición es un engaño para atraer incautos. Una guerra de ranas y ratones.

Puede que en Colombia muchos piensen que es una cuestión secundaria o ajena, pero es porque Petro no se ha posesionado: el populismo feminista, junto con el ambientalista, serán los temas preferidos de la propaganda de ese régimen criminal. Las alharacas de los camanduleros les vendrán de perlas para «venderse» como modernizadores y tapar su clara relación con las bandas de asesinos, secuestradores y violadores de niños de cuyo dominio del negocio de la cocaína viene su poder.

 (Publicado en el portal IFM el 27 de julio de 2022.)