lunes, febrero 16, 2009

El poder de la droga

Todos habremos oído a esas personas que no han tenido relación cercana con las drogas ni con quienes las consumen atribuir a aquéllas un poder casi mágico para transformar el carácter de sus víctimas, a tal punto que cuando alguien se dedica a delinquir les parece que eso le ha ocurrido porque antes se acostumbró a fumar marihuana. Y bastaría una encuesta en países en los que los consumidores son muchísimos más y los delincuentes muchísimos menos para refutar esas suposiciones: claro que las personas dadas a transgredir las normas tenderán a consumir drogas y a cualquier diversión costosa semejante, como el alcohol, el juego, etc., pero nadie piensa que por beber cerveza se convierte alguien en delincuente.

Eso mismo se podría decir del impacto del narcotráfico como causante de la violencia colombiana: no faltan los que consideran que todos los problemas del país son consecuencia de ese negocio, y se llega a leer escritos indignados de muchos que infieren una serie de relaciones causa-efecto que termina siendo grotesca: el narcotráfico es producto de la prohibición, por tanto es un perjuicio que sufrimos los colombianos por culpa de ese vicio de consumir y prohibir de los estadounidenses... Finalmente los capos de la droga llegan a parecer hasta víctimas de esos prohibicionistas; incluso, lo que motiva la prohibición resulta ser el afán de dominar a los países productores y de sacar provecho del negocio de las drogas (según la respetada tesis del premiado periodista Antonio Caballero)... Todo eso lo ha oído todo el mundo en Colombia y en realidad hay que pensar en la clase de personas que repite eso para encontrar una mentalidad criminal, para explicar todo lo que ocurre con las drogas.

Sin necesidad de ir a esos extremos delirantes no faltan los que proclaman que hay que legalizar las drogas para acabar con la violencia colombiana. Personalmente creo que la despenalización del narcotráfico es deseable, pero (si es que tiene sentido hablar de lo que no podrá ser) ni va a ocurrir en varias décadas ni tendría mucha utilidad para resolver los problemas colombianos. Cada vez que uno oye decir que el narcotráfico es la “gasolina” del conflicto, inmediatamente tiene claro que está delante de una persona que cree que hay un problema entre unas bandas de asesinos que matan soldados y una mayoría que es ajena a eso. ¿Cómo se explica entonces que la Corte Suprema de Justicia proclame en sus sentencias que la guerrilla es el resultado de una sociedad injusta y que en cuanto aspirantes a destruir el orden legal existente se les debe atribuir una intención altruista? ¿Y que la gran prensa siga defendiendo en forma unánime la negociación política que simplemente significa la abolición de la democracia?

Lo de que el narcotráfico es la “gasolina” del conflicto es una de tantas falacias tras las cuales se oculta el verdadero sentido de la pretensión de los universitarios y trabajadores estatales, los dueños de los periódicos y los vividores que siempre pululan alrededor de las camarillas que manejan los recursos públicos: una sociedad sin competencia ni movilidad social en la que los recursos públicos se manejen como se han manejado hasta ahora las empresas públicas.

Valdría la pena pensar en los años sesenta y setenta, antes de la bonanza del narcotráfico, para evaluar lo que ocurría entonces en Colombia. ¿Qué proyectos alentaba la juventud de entonces y qué valores la movían? Las discusiones actuales sobre el delito político y sobre los hechos del Palacio de Justicia permiten ver una realidad que niega por completo la visión de una sociedad destruida por el narcotráfico. Lo que pasa es que al pensar en la realidad de esa sociedad se puede llegar a conclusiones muy opuestas a la opinión predominante.

Si uno piensa por ejemplo en la toma del Palacio de Justicia, ¿qué dirá que pensaron los funcionarios judiciales y los estudiantes de Derecho en esa ocasión? La inmensa mayoría de los segundos estaban imbuidos de la propaganda comunista y apoyaron a los insurgentes que forzaban la destrucción del orden burgués; entre los primeros es indudable que se abrían expectativas de ascenso, no es raro que se impusiera en esa época un sindicato de los más extremistas del muy extremista sindicalismo estatal colombiano.

Si se relacionan esos hechos con la explosión de violencia de esos años se descubre algo que va más allá de la cómoda atribución al narcotráfico del origen de la violencia: por una parte, la deslegitimación de las instituciones se regaba entre la sociedad y justificaba las actitudes complacientes con el crimen, pues si un empresario es un perverso opresor (según una versión extrema de una antiquísima tradición católica) ¿qué es lo que hace que un filántropo como el creador de Medellín sin Tugurios sea peor? Pero eso sólo en la dirección en que la gente próxima al crimen perdía los escrúpulos, mucho más interesante es considerar el efecto de la ideología revolucionaria entre quienes debían perseguirlo: ¿qué incentivos tendrían para hacerlo? Si las leyes son ilegítimas y opresoras y el orden legal debe ser destruido, ¿cuál es la inmoralidad especial que comete el juez venal que colabora con los narcotraficantes? Nadie debe olvidar que muchísimos miembros del M-19 eran estudiantes de Derecho y muchos fueron después jueces y fiscales.

Se podría ir más lejos, ¿qué es lo que llevaba a los estudiantes a abrazar casi unánimemente esa causa? Siguiendo la rutina repetida sin cesar, eran “románticos”, “idealistas”, por eso querían matar a quienes se atravesaran a su ambición y convertirse en dueños de todo. Es la explicación cómoda que uno oye aún de las personas más supuestamente enjundiosas. Cada vez que uno describe el comunismo como el camino rápido, el atajo, para el poder de unos personajes atávicos cuyos valores permanecen ligados al mundo preburgués, se encuentra como profanando algo sagrado, ¿a quién se le ocurre que la expropiación, el asesinato, la autodesignación para cargos vitalicios, la oratoria sanguinaria y demás no son muestras de una humanidad que ya empieza a redimirse, en la que ya empieza a reinar el amor y la filantropía y el altruismo?

Es decir, antes de que unos delincuentes encontraran el atajo rápido hacia la opulencia, las personas de las clases acomodadas, los herederos del poder, habían encontrado el atajo de la violencia y el molde totalitario para alcanzar los puestos que en el sucio mundo de la política encontraban disputados por gentes con menos pedigrí. Y no sólo eso sino incluso sin amargarse la vida estudiando normas y teorías complicadas, pues ¿no es más agradable crear las leyes que entenderlas? La ambición del revolucionario es enorme y su capacidad de trabajo ínfima, de ahí el milagro de alquimia espiritual que pretendía llevar a cabo el economista Ernesto Guevara y su rotunda ineptitud administrativa.

La conducta de la Corte Suprema de Justicia en los últimos meses permite describir una realidad nacional en la que, más allá de los elementos causantes de la delincuencia, el ascenso del crimen sería inevitable. Las personas encargadas de aplicar las leyes sólo piensan en su poder personal más allá de las normas existentes. Contradiciendo a uno de los fundadores del Derecho, Graciano, “juzgan las leyes y no según ellas”. De ahí la obsesión por ir más allá del derecho o la disposición a invocar generalidades para ordenar lo que literalmente les dé la gana a quienes tienen el poder para hacerlo. La revolución sólo es la abolición de las leyes en favor del arbitrio de quienes tienen el poder, de algún modo en Colombia ese fenómeno ocurrió durante esas décadas y se “coronó” con el asesinato de los pocos verdaderos juristas que quedaban en el Palacio de Justicia.

Sería posible extenderse cientos de páginas verificando la extrema afinidad entre esa carta blanca que concedió la Constitución de 1991 a los jueces y la ideología totalitaria, así como la irresistible inclinación de los jueces a justificar el levantamiento armado comunista: ¿qué pasaría si alguien propusiera el retorno a la esclavitud de los negros, no sería un rebelde político? Uno podría contestar que sí, al igual que con cualquier otro disparate, pero para los magistrados, tácitamente en sus sentencias sólo hay el levantamiento altruista para superar el capitalismo. Para conceder poder a los invocadores de derechos.

Pero todo eso, aun en su versión “idealista” de los años sesenta sólo es un elemento atávico, el problema es la incapacidad de la sociedad para mirar atrás y entender lo próxima que está la esclavitud y la equitación humana, lo plenamente vigentes que están las castas de la Colonia en forma de exclusiones raciales y de “estratos socioeconómicos”. La gente ve CSI o Desperate Housewives y se figura que es como los personajes de esos productos televisivos, pero alguien que viva lejos de los colombianos casi percibe de lejos el olor a encomienda y esclavitud y sumisión al capricho de los gamonales. La revolución es resistencia a la expansión del modelo burgués.

Es decir, los garantes del orden y la legalidad son casi unánimemente partidarios de su destrucción, ¿en favor de qué? No hay que dudarlo ni un segundo: en favor de su propio capricho. ¡Pero es que ellos proceden de quienes disponían de todo en las generaciones anteriores, sólo quieren recuperar un dominio que la legalidad burguesa amenaza con quitarles.

Por eso la atribución al narcotráfico del origen de la violencia es, en mi opinión, superficial. Podría no haber narcotráfico y haberse desatado una guerra civil por el poder político, o podrían haberse disparado otros negocios criminales. Y la sociedad podría sufrir ese azote del poder de las mafias y ser diferente: no es lo mismo que unos pistoleros asalten la sede de la institucionalidad para borrar pruebas a que lo hagan los representantes de los futuros juristas. Ni es lo mismo que haya bandas de malhechores corrompiendo a los políticos a que esas bandas en últimas obedezcan a los mismos que crearon el sindicato de jueces.

Puede que la expansión del tráfico de drogas haya determinado el crecimiento acelerado de los indicadores de violencia en los ochenta, lo que pasa es que no podemos saber qué habría ocurrido sin eso. Lo que es una renuncia inadmisible es seguir leyendo las sentencias de las cortes y los escritos de los columnistas y creer que un país sano sufre a causa de un negocio criminal. A mí me resulta un atropello pensar que los carteles de narcotraficantes sean más dañinos y perversos que el temible Cartel de la Tutela.

A fin de cuentas, todos los grandes narcotraficantes están presos o muertos, mientras que los agentes del conflicto social y armado mantienen su poder y lo ensanchan día a día. Nadie debe dudarlo: esos causantes son los doctores. Y la sociedad colombiana no tiene la menor disposición a condenarlos ni a combatirlos.
Publicado en el blog Atrabilioso el 14 de noviembre de 2007