martes, diciembre 03, 2013

Los colombianos y la ley


El hispanoamericano es una especie de europeo "asilvestrado", perdido en una tierra desconocida en la que la vieja tradición moral y espiritual del viejo continente se pierde: manda la pura fuerza y las leyes se van inventando o acomodando según la conveniencia del momento.

Pero la definición de ley supone que es algo fijo porque si se puede cambiar en cualquier momento no es ley. Claro que toda la vida se han cambiado las leyes, pero su duración y reconocimiento, así como el consenso con que se cambian, define el nivel de desarrollo (y de orden, prosperidad y armonía) de una sociedad.

Tal vez el núcleo de la problemática colombiana sea la actitud de los ciudadanos ante la ley. No sólo de los que la transgreden, que son muchos, sino de todos los demás. Ante cualquier circunstancia se encuentra uno con lo mismo: no sólo que algunos obren frívolamente respecto de la ley sino que son muy raros los que ven algún problema en esa disposición. Voy a poner algunos ejemplos para que se entienda que es verdaderamente el rasgo más típico.

En las facultades de Derecho en que influía el marxismo, se enseñaba que "El Derecho no es más que la voluntad de la clase dominante erigida en ley". La teoría de la lucha de clases servía para deslegitimar la tradición jurídica universal, y ello resultaba grato a los jóvenes de clases acomodadas que aspiraban a cargos de poder (baste pensar que hacia 1970 la mitad de los colombianos eran analfabetos, con lo que la inmensa mayoría de quienes llegaban a la universidad serían de los primeros centiles de renta). ¡Reproducía la resistencia TRADICIONAL a someterse a normas precisas e inamovibles! El marxismo y la revolución eran y son pretextos en los que cabalga esa vieja costumbre de los de arriba de hacer lo que les da la gana.

Claro que los abogados también quieren estar por encima de la ley y por eso todos apoyan la llamada "acción de tutela", impuesta por los comunistas del M-19 en la Constitución de 1991 y aplicada por jueces "formados" en esos preceptos. Se trata de la abolición de la ley, que se desmorona ante la discrecionalidad del funcionario: precisamente hay leyes para que se sepa hasta dónde puede llegar el poder del Estado o de una autoridad, cuando basta invocar un "derecho fundamental" para ordenar cualquier cosa, lo que hay es un atropello que favorece al gremio de abogados, que ni siquiera necesitan conocer las leyes y sólo tienen que mantener buenas relaciones con los jueces. En otras palabras, se trata de la persistencia de un orden de dominación que anula cualquier noción formal de democracia e igualdad ante la ley que figure en la constitución. El gremio de "juristas" es el agente de esa dominación.

Es muy frecuente que los mismos jueces proclamen su disposición a ir más allá de la ley para aplicar sus concepciones ideológicas. Es otro rasgo de barbarie que misteriosamente los demás colombianos no reconocen como crimen: el único dolo concebible es el lucro, las buenas intenciones lo justifican todo. El supuesto altruismo de una disposición resulta menos grave que el egoísmo de querer prosperar, y teniendo en cuenta el trasfondo ideológico y la ignorancia, frecuentísima, de los jueces en materias ajenas a su cargo (típico en las querellas laborales), termina siendo más funesto que la simple concusión o el simple cohecho.

Se podría parafrasear aquella frase de Nietzsche ("Decís que una buena causa justifica cualquier guerra y yo os replico que una buena guerra justifica cualquier causa") con esta variación: "Decís que una buena intención justifica estirar la interpretación de la ley y yo os replico que el respeto estricto a la ley justifica cualquier intención".

Esa legitimación por la buena intención afecta a todos los ámbitos de la vida: durante décadas fueron tal vez mayoría en Colombia los que simpatizaban con los Robin Hood de las guerrillas, sobre todo del M-19, que secuestraban a los hijos de los mafiosos para hacer realidad sus ideales. Muy pronto descubrieron que aliarse con los mafiosos era más útil para sus fines que cualquier altruismo y terminaron asaltando el Palacio de Justicia por encargo de Pablo Escobar (cosa que reconoce la misma Comisión de la Verdad nombrada por la Corte Suprema de Justicia).

En otro sentido, la idea de la buena intención es un pretexto para saltarse la ley: parece que lo que importa es el fin, pero es sólo un pretexto. Lo que importa es asegurarse privilegios, el primero de los cuales es el de mandar sin tener que someterse a no pisar determinadas líneas marcadas previamente.

La idea de reelegir a Uribe en 2006 fue un primer designio de cambiar la ley a la que se debería obedecer. La causa que se invocó era en cierta medida razonable: el peligro de un retorno de los cómplices del terrorismo, y el consenso también fue amplio, pues casi dos tercios de los votantes lo apoyaron en las elecciones. Respecto a la ley misma, conviene tener en cuenta que la reelección por una vez es permitida en las principales repúblicas presidencialistas, como Estados Unidos y Brasil. Pero la ligereza con que se quiso volver a cambiar la ley para conseguir otra reelección (si hubiera prosperado, ahora habría otra propuesta parecida) ya era manifestación de esa inclinación típica de los colombianos.

El caso de las corruptelas de los funcionarios, de que se habla mucho recientemente por el escándalo de la mafia judicial, merece una atención distinta: lo que indigna a los colombianos no es la transgresión de la ley sino el enriquecimiento de los transgresores. El nombre de eso es envidia y en absoluto tiene que ver con una disposición a valorar la ley.

Y es que si la ley no es sagrada todos la van a quebrantar en aras de su propio interés: la exigencia de buenas intenciones y solidaridad por parte de personas que no pueden enriquecerse prevaricando o desfalcando es en definitiva pura inmoralidad. Lo que impide los prevaricatos y peculados es la ley y no el buen corazón de los que no tienen ocasión de cometerlos. Si esos delitos son moneda corriente es porque la mayoría no milita en la defensa de la ley sino cuando encuentra algún halago o alguna utilidad práctica a su interés particular. En la realidad, cada vez que les conviene violarla lo hacen porque no es algo que la comunidad valore.

Sería bueno comparar el caso de los jueces corruptos con la voluntad de "paz" de la mayoría de los colombianos respecto de los grupos terroristas. La envidia hace ver a esos funcionarios como monstruos sin escrúpulos mientras que los que están dispuestos a reconocerse iguales a los asesinos de las FARC y el ELN resultan personas excelentes que tienen la mejor intención de que cese la violencia. Claro que, como he explicado muchísimas veces, esa disposición es la principal causa de la violencia, pero no es lo importante. Tampoco las mentiras atroces en que se basa.

Lo importante es que se viola la ley. Esos pacifistas son tan perversos y deshonestos como los corruptos del poder judicial porque el contenido de esa negociación es la supresión de las leyes que prohíben matar. El interés del pacifista bienintencionado y simpático es impedir que sus hijos vuelen por la explosión de una bomba, pero el de los corruptos también es impedir que sus hijos pasen penurias. Se dirá que los jueces corruptos perjudican a personas concretas, pero ¿los cientos de miles de personas asesinadas por los terroristas no son personas concretas? ¿No lo son sus parientes y amigos?

El contenido de esa "paz" es una alianza con los criminales, no sólo del gobierno o los grandes poderes del Estado y la sociedad, sino de la mayoría de los colombianos que opinan y votan, que desisten de la justicia que exigen otros (sí, los muertos son los primeros que exigen justicia porque víctimas de homicidio lo somos todos potencialmente) en aras de ventajas personales que esperan obtener y por eso, por ese miedo y ese interés espurio, es por lo que "compran" esa retórica repulsiva de la "guerra" y la "reconciliación" (cuando no tienen un interés particular en el ascenso colectivista y en la multiplicación del gasto público, que tantas rentas produjo a los parásitos estatales sobre todo a partir de 1991, gracias al triunfo del M-19, ciertamente).

Claro que hay otras razones de ese "pacifismo" criminal (sobre todo, la conveniencia de no disgustar a los de arriba, que son los grandes valedores de la "paz"), pero el núcleo es la incapacidad de aceptar que debe primar la ley. Naturalmente que los terroristas consideran la claudicación como un triunfo y multiplicarán sus crímenes, también si se los premia (el ELN mató a mucha más gente después de que tuvo una parte legal financiada por el Estado, la actual Corporación Nuevo Arco Iris): no van a dejar negocios rentabilísimos como los de la cocaína, la extorsión o la minería ilegal, se los dejarán a otros mientras ellos ascienden a posiciones de poder y buscan la paz. De hecho, ¿cómo creen que surgieron las primeras leyes? No sería porque los opresores triunfantes se reconciliaran con sus víctimas.

Pero ésa es otra historia: de momento debe quedar claro que esa buena disposición a premiar a los terroristas violando la ley es una endemia que basta para explicar el terrorismo, y que despertaría el mayor desprecio en cualquier país civilizado en que se entienda.

(Publicado en el blog País Bizarro el 21 de octubre de 2013.)