jueves, agosto 29, 2013

Todos contra la Constituyente


La situación en Colombia empeora día a día, y el peor síntoma es la disposición patente al lloriqueo de los que no acompañan al terrorismo. Todo lo que se les ocurre es registrar lo que ocurre y lamentarlo, culpar a Santos o a los terroristas y añorar la época maravillosa de Uribe, cuando mandaban Santos, Silva Luján, Roy Barreras y muchos otros angelinos.

Me ha impresionado profundamente una opinión de tantas que se encuentran en Twitter y que dejan aflorar lo que ocurre en la mente de los colombianos más allá de los turbios fervores caudillistas. Las desgracias de los colombianos son como las de esas personas cuya vida se echa a perder por la suma de vicios y descuidos pero que tranquilamente culpan a causas externas de lo que les pasa.

Esto escribió un tuitero sobre las bandas terroristas:
Las marchas de protesta los legitiman como políticos,cuando no son mas q una banda narcotraficante, y asi deben ser combatidos.
Es la idea casi hegemónica: la especialidad profesional, unos son políticos, los otros son traficantes. ¿Cómo podrían ser ambas cosas a la vez? ¿Cómo va a confundirse un traficante de drogas con sus sucias aspiraciones con los sueños de un político que quiere mejorar la sociedad? Es verdad que la idea de que las marchas del 4 de febrero de 2008 legitimaron a las FARC no es mayoritaria, pero es una inferencia natural de todo lo demás.

Esa compartimentación profesional también se extiende a aspectos técnicos: cada vez que ETA mataba a alguien, salían millones de españoles a protestar, y por tanto los policías se tomaban unas vacaciones y vivían relajados. ¿A quién se le va a ocurrir que el rechazo ciudadano refuerza la moral de los encargados de hacer cumplir la ley? Ni hablar de que los asesinos en España veían las marchas de rechazo y se echaban a llorar, avergonzados. Europa es así, civilizada y todo resulta fácil.

Una vez salieron varios millones de colombianos a oponerse a las FARC y parece que eso no bastó. El mismo tuitero certificaba antes la inutilidad de esas cosas:
En Colombia la protesta social no tiene mayor eco,en 2008, 22 millones marcharon contra ellos y hoy siguen vigentes como nunca.
¡A ese nivel llega la conciencia cívica en Colombia! Parece que votar o salir a la calle fueran esfuerzos excesivos frente al imperio del crimen. En Bogotá no fueron capaces de impedir que un asesino llegara a alcalde pese a que sólo lo apoyaron un 15% de los que podían votar. No hablemos de que cualquier crimen terrorista tuviera una respuesta cívica y no una única vez en medio siglo. No hay que olvidar que esas marchas fueron descritas por la prensa como presión por "la paz y el intercambio humanitario".

Realmente Colombia caerá en manos de los terroristas porque la ideología les abre el camino. Puede uno pasarse siglos explicando que las FARC son el brazo armado del comunismo sin que nadie quiera entender que ése es un problema y no que sean traficantes de drogas. Y que sería facilísimo acabarlas si no controlaran buena parte del Estado o no fueran hegemónicas en los medios de comunicación. Si la gente entendiera que los de columnistas y magistrados son los frentes verdaderamente eficaces porque confunden a los ciudadanos y le abren el camino a las bandas.

Como ya he explicado muchas veces, se trata de la ideología clasista tradicional, en la que hay delitos honrosos si están animados por ideales y delitos viles si los mueve sólo la codicia. La famosa frase de Carlos Gaviria ("No es lo mismo matar para enriquecerse que matar para que la gente viva mejor") la habrán dicho antes millones de colombianos, si bien puede que no con las mismas palabras.

La alianza de Santos con los terroristas se concibe como un capricho inexplicable, pero según el mismo tuitero es también el resultado de que Uribe no siguiera siendo presidente.
se q Uribe no le simpatiza,pero no haberlo reelegido hubiese sido una opción peor si otro llegara al poder,como paso después.
La verdad es que siempre defendí a Uribe, incluso fui de los primeros uribistas en una época en que la mayoría de los actuales uribistas (descuento a todos los que lo eran cuando Uribe era presidente y ahora son santistas) se esperanzaban con Carlos Castaño, la intervención estadounidense o el golpe militar.

Pero la idea de que bastaba la persistencia de Uribe en la presidencia para remediar el problema del poder terrorista es también típica: los colombianos que no son de algún modo cómplices del comunismo y sus fuerzas de choque sueñan con un caudillo eterno que resuelva los problemas con "mano dura", un hombre "pantalonudo". Es una suerte que Uribe no haya querido hacer las de Fujimori, porque partidarios sí tendría por montones.

Gracias a Uribe llegó al poder Santos y toda su caterva de malhechores. Extrañamente para esos colombianos es otra cosa en que le salimos a deber al Gran Timonel. Pero la forma en que eso ocurrió no sólo contiene el error moral de la segunda reelección (la abolición de la democracia en la práctica: tanto Stroessner como Somoza celebraban elecciones, además del propio Fujimori), sino algo más atroz: la certeza de que el Gran Timonel era tan cándido que creía que la Corte Constitucional le permitiría reelegirse (una entidad que había echado a perder su política económica legislando con sentencias que multiplicaban el gasto en salud y que había tenido presidentes como el citado Carlos Gaviria o el aún más tenebroso Eduardo Montealegre).

Bueno: los adoradores de los caudillos son así. Antes de que hubiera caudillos estaban ellos con su destino servil, que de hecho es lo que permite el éxito del comunismo en Sudamérica. La mayoría de los colombianos apoyan a Uribe y lo elegirían si pudieran. No importa qué haga. De eso se trata, por eso él hace cálculos con los políticos que lo pueden apoyar y así lidera el lloriqueo por los desmanes de Santos sin que se sepa cuál es el candidato al que quisiera apoyar en 2014. El más probable era Angelino Garzón, que optó por el liberalismo, y entonces el que recaudará más apoyos será Francisco Santos, al que sin el menor rubor promueven los medios del gobierno.

La mayoría de los uribistas lo apoyarán pese a que es el padre de los diálogos de La Habana y declaró que Uribe no los apoyaba por causas mezquinas. Algún consuelo debe quedar cuando no es posible encomendarse al salvador pluscuamperfecto.

Tampoco se sabe si Uribe busca aliarse con Mockus, Peñalosa y Fajardo: no tiene sentido que la exministra Martha Lucía Ramírez proponga esa alianza sin contar con la aprobación de Uribe. No va a exponerse a hacer el ridículo recibiendo una desautorización. Tampoco el representante Miguel Gómez Martínez se mostraría dispuesto a dar curules a las FARC sin consultar al líder que necesita si quiere revocar a Petro. El que crea que todo esto es suponer demasiado puede irme explicando qué piensa Uribe de todo eso. Realmente no necesita contestar: cuando no están en la religión uribista los colombianos están con las FARC, siempre y cuando no les toque ver botas pantaneras ni gente de aspecto rústico.

Y obviamente las FARC escalan sus peticiones: ahora no quieren que haya plebiscito para legitimar los acuerdos y presionan al gobierno para que les haga una Constituyente: las curules ya las tienen seguras, promovidas por el nieto de Laureano Gómez con la aprobación tácita de Uribe, sin dejar de matar ni de extorsionar, ¿son acaso idiotas para no pedir más?

Pidiendo una Constituyente ganan siempre porque si no la consiguen refrendan la de 1991, gracias a la cual pueden controlar las cortes y las formidables clientelas de la CUT. Pero al respecto ya les advirtió Navarro Wolff que era un camino peligroso, y también lo hace otro ideólogo, uno de esos próceres que los colombianos pagan generosamente para que planeen crímenes terroristas (la relación entre el sueldo de un profesor universitario venezolano y uno colombiano comparado con el sueldo mínimo es de uno a diez: 1,5 veces en Venezuela, unas 15 veces en Colombia).

La reacción de un uribista cuando uno le dice que hay que cerrar la Universidad Nacional es idéntica a la de un partidario de las FARC: sólo compiten por los puestos.

Esto dice Francisco Gutiérrez Sanín:
¿Constituyente?
Hasta razón tendrán las Farc cuando dicen que su propuesta de constituyente merece ser discutida. Y, de hecho, también aciertan al suponer que los acuerdos emanados de este proceso de paz en algún momento deben pasar por las urnas.
De momento la noticia es que no quieren un plebiscito para aprobar los acuerdos a que lleguen con el gobierno. Parece que pasarán por las urnas cuando hayan implantado el voto electrónico y alcanzado el control total del Estado y sus rentas: como en Venezuela, donde a fin de cuentas "el que escruta elige".

Pero lo interesante es que empieza aludiendo a las FARC como un agente cuya legitimidad es obvia. ¿Se imagina alguien que han mandado a decenas de personas bomba, que han secuestrado a varias decenas de miles, que han matado a cientos de miles, etcétera y por eso deben recibir el castigo de la ley? Los motivos por los que muchos colombianos aceptan eso y aun intentan sacar provecho son los mismos por los que otros sueñan con la redención gracias a un caudillo perpetuo. No entienden la democracia ni la ley ni les interesa, sólo ven "cómo van ellos" en la rapiña del instante.
Y sí. Como han venido sosteniendo varios comentaristas —entre los que destaca, por la claridad de sus argumentos jurídicos, Rodrigo Uprimny— esta paz necesita de alguna clase de refrendación democrática.
La claridad de los argumentos jurídicos de Uprimny es más o menos como los de Rodolfo Arango, cuyas ideas comenté en la entrada anterior de este blog. Ambos han sido magistrados y en cierta medida hablan en nombre de ese gremio que ascendió al poder en 1991. En una ocasión Uprimny consideraba ilegales las desmovilizaciones de guerrilleros que promovía el gobierno de Uribe porque no eran el resultado de una negociación política. Según José Obdulio Gaviria, "con Montealegre volvía el derecho", y es que lo que en Colombia llaman derecho es esa clase de creatividad lingüística: Montealegre sólo tiene tareas más concretas que Arango y Uprimny, es un genio de la misma clase.

Claro que se las arreglarán para hacer refrendar la entrega del poder a los terroristas gracias a que la alternativa es volar por los aires tras una bomba, cosa que los colombianos creen que evitan premiando el crimen. Otra cosa es que conseguido eso las FARC piden más, no faltaría más. Ya le son imprescindibles a Santos para formar mayoría, es obvio que no se resignarán a lo que ya tienen.
La idea de convocar a una nueva constituyente, empero, tiene en su contra tres argumentos muy contundentes. El primero es que todos —cuando digo todos es todos: sin excepción— los elementos de juicio que tenemos a la mano sugieren que en ese escenario ganaría ampliamente la extrema derecha revanchista, representada por Uribe y los suyos. Los sondeos de opinión, por ejemplo, sugieren que las mayorías de este país quieren la paz, aún aprecian a Uribe y rechazan a las Farc. No hay por qué exasperarse si esas preferencias parecen inconsistentes. Así están repartidas las cartas, y la pregunta es qué se puede hacer ante tales realidades. Si esto parece muy simple y muy pragmático, hay que recordar que la política en democracia tiene un componente ineludible de buen sentido y de cálculo puro y duro, que las culturas católicas tienden a condenar pero que constituye una herramienta indispensable para orientarse en el mundo. Revisen con cuidado la experiencia de Guatemala para saber qué pasa cuando un proceso de paz queda esterilizado por una derrota electoral aplastante. Con el giro adicional de que en otros escenarios las propuestas pro-paz sí podrían ganar en Colombia: los resultados que sistemáticamente publica la prensa muestran que los colombianos sí quieren que se llegue a un acuerdo y que se acabe esta pesadilla.
La incoherencia en la opinión pública es una típica mentira de esta gente. Consiste en llamar "paz" al premio de los crímenes. La mayoría de la gente quiere paz porque quiere que los asesinos dejen de amenazarla. La prensa y el gobierno le han hecho creer que eso va a ocurrir gracias a las negociaciones, de las que en más de treinta años siempre ha resultado sólo una multiplicación de los crímenes. Si la gente entendiera que lo único que significan las negociaciones es que el gobierno y sus clientelas se alían con los terroristas para explotar la industria de la cocaína y las facilidades que ofrece el gobierno venezolano, no apoyarían la negociación.

Con todo es interesante lo que dice el hombre: la inmensa mayoría apoya a Uribe y rechaza a las FARC, ¿qué legitimidad tiene entonces la negociación de Santos? No importa: de hecho, resistir a una Constituyente porque ganaría "la extrema derecha" (la gente que no quiere que las masacres sean la fuente del derecho) plantea que las leyes vigentes no son representativas de la voluntad ciudadana.

La última frase se apoya en la misma burda mentira: la gente sí quiere que cesen las masacres, la negociación sólo las multiplicará como ocurrió en los ochenta y en Tlaxcala y en el Caguán. La única fuerza de los terroristas, y Gutiérrez Sanín sólo es uno de sus ideólogos, es la tremenda confusión de la mayoría.
El segundo es que la convocatoria a una constituyente parece ignorar la naturaleza de la de 1991. Esta fue un gran pacto modernizador, que le abrió las puertas a un país hastiado de su sistema político autorreferido, y en busca de nuevas voces, nuevas perspectivas y nuevos derechos. Estoy muy lejos de ser un fetichista de la Constitución de 1991 y he criticado desde hace mucho algunos de sus diseños. Pero el proceso que condujo a la nueva carta, y muchos contenidos de ésta, hacen parte de un acuerdo único en la historia del país, dotado de una enorme legitimidad. Si las Farc y el Gobierno borran esto de un plumazo, el resultado sería enfrentar a la paz con la Constitución, inevitablemente debilitando a ambas. Si la paz aparece como un acuerdo entre aparatos, orientada contra el gran logro democrático de las últimas décadas, empezará a tener enemigos apasionados en todos los lugares del espectro político. Si la C91 debe ser reemplazada por otra, esto tendrá que ser decidido por todas las fuerzas después del conflicto. Toda la experiencia latinoamericana muestra que una nueva experiencia constitucional en paz es posible (aunque no siempre deseable).
En mi post anterior señalaba la mala fe como el rasgo idiosincrásico predominante en Colombia. Es típico: el colombiano cree que la demostración de algo es el hecho de que él lo asegure, y que las cosas se definen a partir de los adjetivos que se les pongan. Negarse a premiar las masacres resulta para este prócer "de extrema derecha" y el engendro de Pablo Escobar, un pacto de corruptos, asesinos y mafiosos, resulta "modernizador". Por ejemplo porque con la acción de tutela abolió las leyes y los contratos, sometidos al arbitrio del funcionario de turno, que siempre invoca cualquier "derecho fundamental" para desviar recursos públicos hacia sus clientes o imponer lo que convenga al mejor postor. Lo "modernizador" se hace evidente en el hecho de que la desigualdad creció 10 puntos del índice Gini entre 1991 y 2002 gracias a la multiplicación del gasto público: de las rentas para él y sus clientes, dedicados a "educar" para formar ciudadanos que legitiman los niños bomba.

La enorme legitimidad del engendro de Pablo Escobar es que la Asamblea que la aprobó fue elegida por menos del 20% de los ciudadanos (los demás temían a los carros bomba del M-19 y su socio mafioso). Ese gran logro es democrático en el sentido colombiano de relación con las palabras: cualquier palabra representa cualquier cosa. El acuerdo de unos terroristas con unos corruptos conseguido a punta de carros bomba es tan democrático como el Polo Democrático o la Kampuchea Democrática.
El tercero es negativo. Creo que todos los actores de la paz —incluyendo al Gobierno y a la guerrilla— tienen un interés estratégico en que este proceso no entre a la sociedad colombiana por la puerta de atrás. ¿Por qué no apostarle a lo máximo, que es una constituyente? La respuesta es sencilla. En la actualidad, los puntos de La Habana tienen un potencial transformador mucho mayor que un cambio de constitución, algo que es fácil de entender —a menos que uno esté preso de la ficción constitucionalista de los guerreros de nuestro siglo 19, para quienes el recetario fundamental de la vida pública era una guerra-una paz-una constitución.
Es verdad: como camino hacia una catástrofe como la camboyana, la infamia de La Habana tiene un potencial transformador mucho mayor que cualquier constitución y ciertamente es lo que busca el gobierno, cuyos jefes ya habrán obtenido suficientes cantidades de dinero de la exportación de cocaína y la extorsión. Pero ¿cómo habría que calificar el hecho de que esa transformación más profunda que una constitución no deba ser discutida abiertamente por los ciudadanos? Fácil, a la colombiana. Se llamaría "actitud democrática".
No hay que tener inseguridad con respecto del potencial de este proceso. Pero que este potencial sea plenamente realizado depende de la lucidez, responsabilidad política y capacidad de los actores involucrados en él.
Un concierto para delinquir y legalizar las fortunas fabulosas del secuestro exige lucidez y responsabilidad política (no escuchar a la gente). Naturalmente.

Lo interesante es que los colombianos creen que no es su problema sino de la policía y que entender lo que proponen estos genios es legitimar a los terroristas. No se trata de una cuestión de buenos y malos sino de intereses concretos: unos estarían felices con una dictadura perpetua, algo como una monarquía bárbara y otros con Pol Pot. Así como aumentar la desigualdad y premiar el crimen es lo modernizador y democrático, también no hacer nada es la respuesta correcta, porque oponerse a los terroristas es legitimarlos.

(Publicado en el blog País Bizarro el 21 de junio de 2013.)