miércoles, junio 09, 2010

La creación del sentido común

En una existencia anterior yo tuve que ser un severo maestro de escuela. La prueba es que siento unas ganas tremendas de darle un tirón de orejas a cada persona que cree en la transmigración de las almas: que su individualidad la comparte con alguien con quien no comparte genes, circunstancias, condición ni época. Pero tampoco es para tanto: ¡hay que respetar las creencias de la gente! Lo que da rabia es que esa "creencia", tal como ocurre con el horóscopo, sólo sirve para denunciar la levedad e ignorancia de quien la proclama (como ocurre con los tatuajes, los piercings y los nombres novedosos, que sirven sólo para delatar la baja condición social de quienes los usan). No conozco el primer caso de alguien que rehúse yacer con una individua porque sea de signo "Libra", ni menos el primero que tenga un gesto desprendido o una conducta exigente consigo mismo que corresponda a su existencia anterior. Es decir, entre nosotros nadie cree realmente en la "reencarnación", quienes manifiestan que creen sólo quieren tener de qué hablar o darse importancia.

Pero en otros contextos lo que habría parecido imposible o disparatado sería poner en duda tal evidencia. Por ejemplo, en India durante varios milenios. Y no hay que ir muy lejos para encontrar certezas parecidas, como la de que un acto perverso que no esté registrado en las leyes o no llegue a conocimiento de nadie será castigado de todos modos, cosa que todavía creen la mayoría de los colombianos, incluidos los que hablan de "reencarnación". Sencillamente, el individuo crece en una sociedad en la que tales concepciones son tan obvias como el oxígeno en el aire: todo el mundo las comparte y sobre todo las proclaman los más venerados y sabios. El escepticismo requeriría un espíritu crítico y un volumen de información que no existen "de por sí".

Claro que la creencia en la transmigración de las almas tampoco es natural: alguna vez fue un invento interesado de los sacerdotes, siempre amenazados por la indocilidad de sus súbditos, a los que la muerte no disuadía suficientemente de rebelarse. Hacía falta un sufrimiento del que no fuera tan fácil librarse. La forma en que tal absurdo llego a hacerse creencia común es lo interesante, lo que dice mucho de la capacidad de la casta sacerdotal para forzar la realidad hasta hacerla pasar por el embudo y obtener un material controlable.

En los últimos siglos esa tarea la llevan a cabo los medios de comunicación de masas. Verdad es que éstos nacieron en el contexto de ascenso social de la clase burguesa en Europa y siempre los acompañó el rechazo a la censura (que impondrían los amos anteriores, el Antiguo Régimen o la Iglesia), pero en Colombia, por el orden de apartheid reinante en la época en que surgieron, han cumplido más cabalmente ese papel de adoctrinamiento. Eso, ligado a la tradición contrarreformista de rechazo a la crítica, define los rasgos del periodismo en Colombia: casi no hay transmisión de datos, sólo de consignas y opiniones interesadas. La noticia de la mujer bomba no aparece, pero cualquier rumor que afecte a los intereses de la gavilla de figurones que tratan de volver al Caguán da ocasión a ríos de tinta.

Y entonces opera el mecanismo por el cual la gente de India creía unánimemente en la transmigración de las almas: todas las personas a las que se podría preguntar lo confirmarían. Lo mismo ocurre con el conflicto entre los grupos que dominaron la política colombiana en las últimas décadas del siglo XX y el gobierno. Cuatro de cinco columnistas de la edición impresa de Semana son violentamente hostiles a un gobierno que en líneas generales es apoyado por cuatro de cada cinco colombianos. Otro tanto se puede decir de El Espectador, donde, aparte, la mediocridad de la mayoría de los columnistas los hace parecer verdaderos clones pagados para repetir una propaganda que les entregan ya redactada (se supone que los leen sus allegados, que a su vez es la única opinión que leen y se la apropian como su verdad personal y la proclaman convencidísimos ante quien quiera escucharlos). La proporción se reduce un poco en El Tiempo, pero sin que los portavoces más o menos abiertos de las bandas terroristas (como León Valencia o Lázaro Vivero Paniza) dejen de aparecer como guías del bando de la ley.

El espectáculo de los medios en Colombia es en fin ése: el intento de crear una realidad que no se sustenta más que en la multiplicidad de firmas que la reproducen. Los decretos de emergencia social que recientemente lanzó el gobierno se consideran un tremendo fracaso gracias a la multiplicidad de testigos que lo confirman desde sus tribunas (por no hablar de los sectores interesados en continuar con la situación anterior, en que se siguieran despilfarrando recursos para enriquecerlos a ellos). Lo de pagar a estudiantes para que colaboren con la policía en la investigación del delito fue motivo de varias decenas de diatribas en las que por una extraña manía aparecía siempre la Stasi alemana (no importa que lo firmaran los mismos defensores del régimen cubano, que tanto copia a la Stasi).

La lista de falsedades y disparates de la prensa colombiana es extensa. ¿Cuántas personas de las que escriben en la prensa ponen en duda que Piedad Córdoba trabaje por los secuestrados? ¿Y que Iván Cepeda Castro sea un defensor de las víctimas del "conflicto" (y no más bien un creador de víctimas)? ¿Y que el finadito Héctor Abad Gómez fuera un defensor de la democracia, como si no fuera un líder importante del partido de las FARC? (El hecho de que Vargas Llosa elogie a su hijo y la hagiografía que éste escribe no borra la realidad de que el hombre derivaba poder político de las masacres y secuestros que cometían los niños y rústicos de la tropa en aras de su carrera política.) Pero siempre se está en una tremenda soledad denunciando lo evidente: en realidad, la disposición con que esos miserables mienten tanto y con la que sus clientelas interesadas se dejan engañar es la que determina los crímenes de tantas décadas en Colombia. Quienes los ordenan siempre cuentan con que los podrán presentar como una "necesidad histórica". No es raro que los grandes beneficiarios del tráfico de drogas, de la corrupción política y de la industria del secuestro (sin la cual sería muy difícil ofrecer "argumentos" convincentes para comprar clientelas con sueldos diez veces superiores al promedio y pensiones a los cuarenta años), se presenten como una raza de quijotes ansiosos de mejorar este mundo y corregir tanta desigualdad.

Dentro de esa orgía de mentiras divulgadas con la más increíble desfachatez destaca, al menos por su cercanía en el tiempo, lo que se ha dicho del cambio de orientación de la revista Cambio. Sin el menor pudor aparece en lasillavacia.com un informe según el cual dicha revista fue transformada por sus dueños porque se dedicaba al periodismo de investigación, ¡cosa que consistía en divulgar los informes de la Corporación Nuevo Arco Iris! Más grotesco, y ya es mucho decir, es que el director de dicha revista aparezca como modelo de periodista valeroso y sensato.

Si en Colombia hubiera periodismo de investigación —y no sólo burda propaganda de los intereses que están detrás de las bandas terroristas— alguien se habría tomado el trabajo de publicar todo lo referente a las declaraciones de alias Rasguño sobre el asesinato de Álvaro Gómez. ¿Cómo se le va a pedir que publique un informe semejante al señor Pardo que, como ministro del gobierno de Samper, es más bien probablemente uno de los que encargó ese magnicidio? No hay ningún problema, siempre y cuando se corresponda a la doctrina castrista de Enrique Santos Calderón o Roberto Pombo, o a los intereses de Julio Mario Santodomingo, se puede pasar de secuestrar y matar gente a dar lecciones de moral (como León Valencia) o de alentar masacres a defender la democracia (como Alfredo Molano).

Si el problema fuera de presiones del gobierno y no de rentabilidad del citado medio, ¿por qué no la publican con otro nombre y con los mismos "periodistas"? Habría un problema de libertad de prensa si las autoridades les impidieran hacerlo. Si los dueños dejan de publicar un medio que deja pérdidas para disgustar menos al gobierno tal vez sea sólo porque la perspectiva de obtener grandes ventajas, como las que obtuvieron los medios de Santodomingo durante el gobierno del citado hampón, se vea más bien remota, dadas las expectativas electorales. El tono en que habla la gavilla de asesinos de guante blanco que dicta la norma en esos medios hace pensar que nociones como las de "libertad de prensa" ya las han traducido a "obligación de los demás a ayudarles a masacrar gente y a pagar la misión". O mejor dicho, a encargar al servicio doméstico que lo haga, tal como ocurría cuando Andrés Pastrana lo autorizó, sin que extrañamente les doliera entonces el sacrificio de la Constitución que tanto dicen defender.

(Publicado en el blog Atrabilioso el 11 de febrero de 2010)