sábado, mayo 16, 2009

Los herederos del fascismo

En condiciones de indigencia intelectual y primitivismo, la confusión de los nombres hace estragos porque la gente termina defendiendo aquello que dice condenar. Caso típico es el del término “fascismo”, que los fascistas han convertido en insulto contra quienes los contradicen. El motivo de ese desprecio fue el fracaso del fascismo histórico en la segunda guerra mundial, y la aparente oposición con el socialismo marxista. En la jerga de esta corriente, a medida que se perdían las ilusiones que había creado tras la Revolución rusa, toda oposición se fue convirtiendo en “fascismo”. Pero el fracaso del comunismo en Rusia y su periferia forzaba a la “izquierda” de los países subdesarrollados a adoptar una retórica amalgamada y brutal que sólo se puede describir con un adjetivo: fascista.

El fascismo de Mussolini es sólo una variante del socialismo, la tradición colectivista-estatista del siglo XIX que surgió de las ideas de Rousseau y Hegel, entre otros. Mientras que el marxismo se proclamaba internacionalista y partidario de la extinción del Estado tras la destrucción de todas las instituciones liberales, algunos socialistas encontraron un terreno perfecto para hacer prosperar sus ambiciones en el patriotismo y en el refuerzo incesante del Estado-nación. Eso es el fascismo. El que coincidiera con los antisemitas alemanes y austriacos era inevitable, lo mismo que el surgimiento de una sucursal española basada en la nostalgia imperial y dedicada a ofrecer un elixir infalible contra la angustia de la disolución que sufría ese país desde la pérdida de las colonias americanas durante las guerras napoleónicas y del resto del imperio en 1898. (Pero hubo tremendos movimientos fascistas en Rumania, Hungría, Croacia y otros sitios, mientras que el nacionalismo árabe de las décadas posteriores era típicamente fascista.)

Las coincidencias entre el fascismo y el comunismo son muchísimas, pero quedaron ocultas por la confrontación de 1939-1945, en que los socios de Hitler en la conquista de Polonia quedaron legitimados por la necesidad que tuvieron los aliados de su aporte para vencer al régimen nazi. Eso permitió a los intelectuales comunistas —también muy parecidos a los fascistas como corruptores del lenguaje, justificadores de atrocidades, miembros de una secta intransigente y propagandistas del culto del Estado y de la personalidad de los líderes— obrar impunemente en muchos países, sobre todo en los del Mediterráneo europeo y en Latinoamérica. La identidad con el fascismo quedaba disfrazada por la oferta de un futuro de armonía entre las naciones y reconocimiento de todos los grupos étnicos. Una vez declarada caduca la utopía comunista, los herederos del comunismo resultan sólo típicos fascistas.

Es lo que ocurre con Chávez, esa lamentable especie de Mussolini tropical: militar golpista, patriotero brutal, abierto antisemita, destructor de la institucionalidad democrática, profesional de la injuria y la amenaza. Hace falta un mundo de extrema ignorancia y deformidad moral para no ver en el siniestro émulo de Sadam Husein (su amigo) a un fascista típico. No es raro que sus seguidores y socios sean personajes como el temible Ollanta Humala, defensor de una versión delirante de nacionalismo racista que sólo se distingue del fascismo en lo remoto y precario del imperio que quieren reivindicar. O los “justicialistas” argentinos, cuyo fundador pretendía ante todo emular a Mussolini. ¿Alguien recuerda que los Kirchner se hayan apartado alguna vez de la herencia de Perón? También el nacionalismo de Evo Morales tiene ingredientes fascistoides.

Otra característica del fascismo es la reivindicación de la violencia política por parte del grupo que encarna el mito nacional: lo que para los discípulos de Mussolini era “violencia caballeresca” para los sicarios que reinan en las universidades y en la judicatura en Colombia es “delito político”, una legitimación del crimen que ciertamente no se acepta en ningún país civilizado. La espantosa intimidación de los fascistas que usufructúan al Estado en sus universidades no es más que aplicación de esa clase de violencia, que en tiempos del fascismo italiano se llamaba “acción directa”.

La misma pasión antiamericana de las clases acomodadas ligadas al Estado en un lugar como Colombia es típica del fascismo: la obsesión con un enemigo al cual siempre derrotar y culpar de todo lo que ocurre es típica del fascismo. Para los nazis eran los judíos, para los fascistas italianos eran los británicos. En Latinoamérica, ya con Perón, el fascismo se obsesiona con EE UU. El fascismo es esa cultura del odio de la chusma contra el enemigo que los gremios de divulgadores de ideología le ofrecen, siguiendo la rutina patriotera.

Pero en definitiva hay algo que caracteriza al fascismo: la corrupción del lenguaje. En tiempos de Franco su régimen se definía como “democracia orgánica”, siendo el apellido el que legitimaba la negación del nombre. Bueno, la Falange Española de las JONS (sigla que significa Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista) surgió como un intento de desarrollar en España un movimiento como el de Mussolini. Del régimen italiano heredaron otra expresión del mismo jaez: Justicia Social. Era el nombre que servía para justificar cualquier atropello del poder estatal, legitimado por eso “social” que sólo define por antonomasia al Estado y que se usaba cuando convenía para soliviantar los sentimientos anticapitalistas que estaban en la base popular del movimiento fascista. Los jesuitas con los que se formó Fidel Castro la transmitieron a los fascistas latinoamericanos. Para reconocer a un fascista hoy en día basta con verlo explotando esa típica expresión fascista. Mejor dicho, “justicialista”.
Publicado en el blog Atrabilioso el 4 de junio de 2008.