Alguien que quiera ver una Colombia próspera, pacífica, respetada y libre tiene que admitir que eso no es posible sin una mínima conciencia de la realidad, lo que implica una comprensión clara del lenguaje y un mínimo consenso semántico. No hay que ir muy lejos para mostrar hasta qué punto los colombianos padecen un atroz déficit en ese ámbito, baste preguntarle a la primera persona a la que uno encuentre qué es «liberalismo»: prácticamente todos entenderán que es el partido de César Gaviria y Ernesto Samper.
Es lo mismo que entender «izquierda» como el bando de los que se pensionan a los cuarenta años —con el sueldo de diez o más personas— tras veinte de vociferaciones e intrigas de las que lo menos feo que se puede decir es que son parasitarias, y falta poco para que «decencia» sea una palabra que remite al narcotráfico, la prostitución y el asesinato, pues la «Lista de la Decencia» era la de Gustavo Bolívar y Aída Avella.
Esa desidia respecto del lenguaje, visible también en el desinterés por la corrección a la hora de expresarse, es señal de un escaso interés por la verdad, y sin ese interés es inconcebible cualquier conocimiento, lo que se reemplaza por la asignación de un rótulo, no hay que saber nada sino ponerse un rótulo porque es lo que los demás valoran. El interés por la educación expresa esa situación: sólo en la ciudad de Bogotá viven más titulados universitarios de los que hubo en toda la historia de la humanidad antes de 1900, lo cual no se debe entender como que una milésima parte de esos doctores sean capaces de escribir una frase correcta. Puede que cualquiera, uno solo, de los titulados del resto del planeta antes de la fecha señalada haya hecho más aportes al conocimiento que ese millón de doctores.
Por eso alguien que quiera invitar a pensar a los colombianos tiene que guardar muchas reservas porque ¿qué podrán entender cuando todo su lenguaje es mentira? ¿Alguien se ha planteado alguna vez que una banda de asesinos al servicio de una tiranía extranjera no se puede llamar «Ejército de Liberación Nacional»? Por favor, que nadie crea que eso es demasiado evidente, casi todos los tuiteros que se oponen a Petro y a las guerrillas se describen como de «derecha», cosa que entienden como el bando de las personas que se oponen a los privilegios.
También López Michelsen es todo un astro del antiliberalismo, inscribió a su partido en la Internacional socialista, y tras una larga carrera de alianzas con los comunistas y corruptelas, impidió la aniquilación del ELN, claramente al alcance del ejército tras la «Operación Anorí».
No es que los contradictores del Partido Liberal sí fueran liberales, sencillamente el liberalismo presupone un mínimo de cohesión social, no sólo respecto de la renta sino sobre todo de la percepción de las demás personas. La sociedad de castas esclavista es como un molde en el que se puede verter resina, barro, plástico o metal y siempre termina con la misma forma. En un país en el que nadie quiere aceptar que «indígena» es «el del país» y puede ser rubio o negro porque los descendientes de los aborígenes americanos se llaman indios, o que los negros no son «afrocolombianos» tal como los blancos no son «eurocolombianos», sencillamente porque a todos les parece obvio que «indio» o «negro» son de por sí términos peyorativos, ¿quién va a entender que la libertad individual presupone que todos los seres humanos tienen el mismo estatus moral y no puede haber diferencias entre ellos?
El Partido Liberal es socialista a pesar de su nombre porque la «configuración de inicio» de la sociedad es la del Estado todopoderoso en manos de familias que lo convierten en su patrimonio y se aseguran rentas a costa de la exacción a que someten al resto (el activista de los artesanos Ambrosio López le aseguró a su hijo una carrera magnífica como exportador de café y banquero, en asociación con otra familia de patricios de toda la vida, los Samper). Esa ventaja natural de verdaderos «dueños del país» los define como antiliberales porque la esencia del liberalismo es la competencia, que esos magnates impiden a toda costa (lo que explica en buena medida su perpetua alianza con los comunistas).
Y el bando político que dirigen es antiliberal porque la clave de su poder es la asimilación al orden de siempre: al cura lo reemplazó el maestro y en lugar de imponer rezos de rodillas promueve el cambio de sexo y la asunción de la «homosexualidad», pero las rentas públicas siguen llegando y dependiendo del trabajo esclavo, por mucho que a la milagrosa quina del siglo xviii la haya reemplazado la mata que mata. Al virrey lo reemplazó su sastre (el padre de Ambrosio López era el sastre del virrey) tal como muchas familias de criados de casas reales se hacían con el poder en cuanto podían. La retórica comunista, ya olvidada, contra la «explotación del hombre por el hombre» sirvió para que los mismos descendientes de los criollos de hace tres siglos tengan sueldos y prebendas fabulosos y se pensionen a edades tempranísimas…
Se puede decir que aparte de la «restitución de los nombres» que fue como llamó Confucio a su reforma, Colombia necesita liberalismo: reducción drástica del gasto público, sobre todo de los privilegios salariales y pensionales de los funcionarios y de la educación superior, que es otra vía para asegurar parasitismo y privilegios, neutralidad ideológica de las instituciones, que es un presupuesto de cualquier noción de libertad individual, y la supresión de todas las leyes que sirven de pretexto al despojo y al abuso por parte de los funcionarios.
Todo eso es inconcebible si no impera la ley, cosa que no es posible mientras el tráfico de cocaína sea la actividad económica principal, pero el lector que haya llegado hasta aquí, ¿podría decir que hay hoy en día en Colombia algún sector político que represente esos valores liberales y quiera una sociedad moderna, competitiva y equilibrada? No lo hay, si finalmente las camarillas de juerguistas que rodean a los funcionarios coloniales cubanos —que es lo que han llegado a ser los descendientes de los criollos que dominan el Partido Liberal y sus muchas ramificaciones— han recuperado el poder en alianza con los narcocomunistas de un Estado mucho más grande y mucho más despótico es porque esa visión nunca ha imperado y es en realidad contraria a la naturaleza de los colombianos.
Petro y sus sucesores anuncian una opresión que casi seguro durará muchas décadas, tal como se puede comprobar con Cuba, Nicaragua y Venezuela, pero eso no quiere decir que si finalmente un día caen van a llegar la libertad y la prosperidad. Para eso hará falta que en el país hubiera una masa crítica de demócratas y liberales, y de eso nunca ha habido.