Abundan las personas que se emocionan con el espectáculo de cuatro millones de argentinos festejando el triunfo de su selección. Lamentan no estar allí, y si fuera su país el que hubiera ganado, se sentirían realizadas y felices. Por sorprendente que le resulte al lector, no todo el mundo está para eso, por ejemplo, si Colombia fuera la ganadora del mundial esa alegría de todos a mí me daría más bien miedo. Esa masa ebria de orgullo por algo más bien absurdo (para colmo un triunfo obtenido casi por azar en los penaltis) no anuncia nada bueno, la decadencia de Argentina (hace cien años uno de los países más ricos del mundo) ha estado marcada por sus triunfos en el Mundial, el triunfo de 1978 reforzó a la dictadura militar, que cuando hubo dificultades en 1982 no vaciló en emprender una campaña patriótica, que resultó en la patochada de la guerra de las Malvinas.
Una cita de Borges resulta muy elocuente al respecto: «El fútbol despierta las peores pasiones. Despierta sobre todo lo que es peor en estos tiempos, que es el nacionalismo referido al deporte. Porque la gente cree que va a ver un espectáculo, pero no es así. La gente va a ver quién va a ganar. Porque si les interesara el fútbol, el hecho de ganar o perder sería irrelevante, no importaría el resultado sino que el partido fuera interesante...».
Ese fervor patriótico lo explica Borges en otra cita: «… Es que la idea de que alguien pierda o alguien gane me parece esencialmente desagradable. Hay una idea de supremacía, de poder, que me parece horrible».
Sí, con el pretexto del fútbol afloran todos esos sueños de supremacía que son grotescos en países en los que es imposible desplazarse por una ciudad en automóvil a más velocidad que a pie, opción tampoco disponible en Colombia por la inseguridad en las calles y las alcantarillas destapadas. La nación emocionada por los logros de unos jugadores es un triste sucedáneo del mínimo de civismo que haría falta para no elegir como gobernantes a antiguos miembros de bandas de secuestradores y asesinos, para que el ingreso de la mayoría permitiera un nivel de vida digno o para que la vida cotidiana transcurriera con un poco de concordia y cortesía.
Ese espíritu de unidad y fervor de la nación en torno a un objetivo es la definición del fascismo, y de hecho Argentina es el país en el que el fascismo perduró tras su caída en Europa, a tal punto que todavía gobierna. En España la necesidad de reconocimiento internacional hizo que la ideología del régimen se ocultara y se olvidara a partir de los años cincuenta. Si hubo mayorías entusiastas de Franco fue sólo por el alivio que representaba salir de la dominación comunista, mientras que Perón siguió contando con mayorías hasta su muerte y sus herederos han tenido el poder la mayor parte del periodo posterior a la dictadura de Videla.
El elemento cultural interesante en esa pasión es el hincha, la persona ansiosa de formar parte de comunidades que se imponen sobre otras, más si no tiene que esforzarse en nada, y que se mueve por emociones y sentimientos simples. Esa clase de personas son la base del fascismo. En Colombia no hubo fascismo porque al caudillo arquetípico, Jorge Eliécer Gaitán, lo mataron, pero eso no salva al país de tener una vida política llena de hinchas. Ante la imposibilidad de una patria unida queda la adhesión a alguna bandería, y es lo que se refleja en la pertinaz adhesión popular a Uribe.
El que niegue la ofuscación de esas masas respecto del expresidente debería prestar atención a lo que voy a comentar: en 1998 Pastrana comenzó a negociar la paz con las FARC y les despejó un vasto territorio, lo que despertó rechazo hasta en su gobierno. Pero el país que venía de los enfrentamientos del proceso 8.000 se dividía entre los defensores de Pastrana y sus adversarios, los «serpatizantes», que habían apoyado a Samper y trataban de debilitar al gobierno por el descontento que generaban las concesiones a los terroristas. Uribe había dejado al finalizar 1997 la gobernación de Antioquia, en la que se había destacado por su apoyo a las Convivir, de modo que su nombre empezó a sonar como líder de ese rechazo, ya no se sabe si porque los medios tenían algún interés espurio en promover a un antiguo socio de Samper o simplemente porque gustaba a los descontentos. En una ocasión tomó parte junto a Fernando Londoño en un acto en Bogotá, ocasión que el presidente Pastrana describió como el surgimiento de la extrema derecha en Colombia.
Esa determinación de entenderse con las guerrillas ya había caracterizado al anterior gobierno conservador, el de Betancur, que fue el que comenzó la política de reconocimiento pleno a esas bandas. ¿Cuál era la actitud de los medios de los Santos y los López respecto a esa negociación del Caguán? A pesar de la innegable conexión entre ese clan oligárquico y las guerrillas, es posible que un éxito del gobierno godo consiguiendo que éstas se desmovilizaran no les habría convenido, de modo que el creciente descontento popular por los atropellos narcoterroristas —que no podía recoger Serpa— les servía para debilitar a Pastrana, y antes de que surgiera algún aventurero militar resultaba preferible un líder del Partido Liberal que además era uno de los autores de la «constitución» de 1991 y al que quizá podrían chantajear por su pasado como alcalde de Medellín en la peor época del cartel mafioso de Pablo Escobar. No hay que olvidar que en 2002 el mismo Enrique Santos se declaraba uribista.
Lo anterior no se le habría pasado por la cabeza a nadie por la polarización que ha vivido el país desde entonces en torno a Uribe, pero lo que ha hecho éste tras sus triunfos contra las FARC hace pensar que quizá hubo siempre esa conexión. De otro modo no se entienden las maquinaciones para legarle la presidencia al hermano del personaje público más claramente ligado al régimen cubano ni el sabotaje a toda oposición a partir de 2010.
Porque el candidato escogido en 2014, nacido para perder, así como la lista cerrada al Congreso en la que había líderes del M-19, sólo dejan ver que a toda costa se intentaba facilitarle a Santos su «paz», y la carrera de Iván Duque, un completo desconocido que apareció en dicha lista y después fue promovido por Semana, León Valencia y Rodrigo Uprimny, delata una evidente componenda con los Santos: Duque era el presidente que aplacaría los ánimos mientras el nuevo orden surgido del acuerdo de La Habana se asentaba y se neutralizaba cualquier oposición. Después ya los Santos y los comunistas pondrían a su hombre.
Hace un año se decidió excluir a María Fernanda Cabal de la candidatura a la presidencia, se escogió un candidato perdedor que ni siquiera fue a la primera vuelta, en la que el uribismo apoyó a un líder de escasas posibilidades para favorecer el paso a segunda vuelta (con una innegable inversión en «maquinarias» de compra de votos por parte de los socios de Petro) del grotesco anciano que se declaraba admirador de Hitler (para generar titulares en la prensa extranjera y aliviar los escrúpulos de los votantes de Petro), y al que apoyaba el escritor William Ospina, premiado por Chávez.
¿Recuerda el lector a estas alturas el rechazo a Pastrana y su disposición a premiar a las FARC? Pues hoy en día es este expresidente el que denuncia sin tapujos la clara conexión de Petro con el narcotráfico. Uribe se mantiene en un segundo plano y sus aduladores fingen hacer oposición por detalles administrativos secundarios. Los hinchas ya no saben si su equipo finalmente va a ganar y no conciben que la vida y la política resulten más complejas que el Campeonato Mundial de Fútbol. Les espera la miseria y el terror que ayudaron a construir con su fanatismo y estupidez.
(Publicado en el portal IFM Noticias el 30 de diciembre de 2022.)
(Publicado en el portal IFM Noticias el 30 de diciembre de 2022.)