Aristóteles distinguía entre formas legítimas y formas degeneradas de gobierno, las primeras, la monarquía, la aristocracia y la democracia; las segundas, la tiranía, la oligarquía y la demagogia. El gobierno de uno, de un grupo pequeño o de todos es legítimo cuando su propósito es el bien común.
Esa noción de bien común está ausente en la política iberoamericana, donde la sociedad sigue el patrón de la conquista y el periodo colonial y no hay propiamente una comunidad política en la que todos se reconozcan. La mayoría de los pobladores no cuentan y siempre, aun ahora, se los considera ciudadanos de segunda.
Si se atendiera al bien común se podría pensar, por ejemplo, en una elevación efectiva del nivel de vida, es decir, del ingreso per cápita. Pero ese anhelo entraría en contradicción con los intereses de los detentadores del poder, que a menudo encuentran en la degradación de la moneda una forma de despojar a sus súbditos. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, recientemente en Venezuela, donde un dólar se cambiaba por unos 600 bolívares en 1998 y por varios billones (millones de millones) en la actualidad. La cotización del dólar puede dar una idea de lo que ha ocurrido con los precios. Gracias a la emisión de dinero el gobierno tiene resueltos todos sus problemas y los ciudadanos son cada vez más pobres.
La forma en que opera la inflación es ésta: al aumentar el dinero en circulación, a menudo por efecto del gasto público, aumenta la demanda de bienes cuya oferta no aumenta, de modo que sube el precio. La hacienda pública cobra una parte fija de lo que se compra y se vende y de los ingresos de las empresas y los ciudadanos, luego, el dinero que estos reciben mengua en términos reales, pues alcanza para comprar menos, mientras que el ingreso del Estado aumenta sin dificultad. Por eso a la inflación se la suele llamar «el impuesto de los pobres». Las personas que tienen patrimonio, conexiones, acceso a la información, liquidez o relaciones con el poder pueden salvar su dinero de muy diversas maneras, pero la gente pobre no. Y para compensar la pérdida de poder adquisitivo se suben los salarios, lo cual sólo hace que los precios suban aún más.
Debe entenderse que la inflación en Venezuela no es un accidente ni un error de los gobernantes sino una jugada perversa de unos tiranos que sacan provecho de la miseria de sus ciudadanos, unos tiranos que gracias a esa miseria aseguran su poder, tal como ha ocurrido por varias décadas en Cuba.
Cuando se piensa en el bien común ausente de Hispanoamérica hay otro aspecto en el que se registra el mismo fenómeno que se da en la impresión de billetes: la educación. La desgracia es que ese despojo y ese engaño no tienen quien se les oponga. Voy a tratar de explicar de qué modo la impresión de diplomas es tan empobrecedora como la de billetes.
En primer lugar, los empleos no surgen porque haya personas tituladas que puedan ocuparlos sino porque hay empresas viables que necesitan personas que hagan un trabajo. Resulta que las empresas no son viables por los altos impuestos, que se cobran para formar a los titulados gracias a la demagogia que sirve a la casta oligárquica. De tal modo, muchos candidatos con diplomas de alta denominación van a competir por muy pocos empleos, y el exceso de oferta se traduce en caída de los salarios.
La gente humilde ve en la educación el «ascensor social» que les permitirá a sus hijos entrar a formar parte de la clase media, pero eso no se cumple porque las ofertas de empleo que encontrarán serán poquísimas y las ocuparán las personas de las clases acomodadas de siempre. En realidad la mayor parte de los empleos para egresados de universidades los provee el mismo Estado, y la tarea que éste asume es la educación (todo entra en el patrón del origen de la sociedad, la educación es la moderna evangelización, y en realidad su misión de adoctrinamiento es muy similar). Es decir, la onerosa inversión en educación sirve sobre todo para proveerles empleo a las personas de la clase media y media alta que en una economía productiva estarían en desventaja. Acceden a esos empleos porque antes estudiaron en colegios privados y provienen de familias con más instrucción y refinamiento.
No se debe creer que la educación es una oportunidad para todos, en realidad, la gente más pobre no llega ni a terminar la escuela primaria. Los pobladores de regiones apartadas no se ocupan como «raspachines» por sueldos parecidos a los cubanos porque les dé el capricho. Tampoco los millones de personas marginadas mandan a sus hijos a la universidad, pues si hay millones de muchachas prostituyéndose no es porque les disguste ser doctoras (aunque al paso que va Colombia pronto será como Cuba, donde las prostitutas callejeras tienen títulos).
La educación pública gratuita que tanto gusta a los políticos es para la gente de la clase media baja un sacrificio que se hace persiguiendo un sueño que no la mejorará en nada. Aunque el muchacho no pague nada por estudiar, a menudo no puede hacerlo porque tiene que contribuir al ingreso familiar, no es concebible que en la construcción o en la agricultura sólo se acepten mayores de veinticinco años. Pero el que sí puede hacerlo sencillamente habrá pasado unos años en los que hace gastar dinero a su familia en su manutención y después no encontrará ningún empleo.
Luego, la educación superior gratuita que presentan como un favor a los pobres es un despojo a los pobres que favorece a la gente acomodada, cuyos hijos se ahorran el trabajo en la primera juventud y se aseguran gratis empleos cómodos para el resto de la vida. Lejos de ser la revolución que corregirá las desigualdades es la fórmula perfecta para mantenerlas.
Si en lugar de ese gasto fastuoso se dejara que cada cual se pagara sus estudios los jóvenes se tomarían más en serio el conocimiento, al menguar la carga tributaria crecerían las empresas y se crearían muchas otras, lo que multiplicaría los empleos, en la medida en que el país se fuera insertando en la economía mundial; al final todos accederían a ingresos más altos.
No es inocente ese interés de todos los políticos en prometer diplomas gratuitos, las clases superiores están acostumbradas a su parasitismo y con ese pretexto cometen el mayor despojo sin ninguna resistencia. Corresponde a la condición primitiva de la sociedad, al estado moral de los pobladores, que no se sorprenden de que nunca haya habido recursos para redimir a los niños de la calle pero sí los haya para la cultura, que como he explicado, es sólo las rentas de los descendientes de los criollos. ¿Qué piensan los colombianos del hacinamiento en las cárceles? Si una persona de otro país conoce a un colombiano no lo ve como el doctor que cree ser porque sin mucho esfuerzo obtuvo un diploma, sino como una bestia de un país en cuyas cárceles los presos, que muchas veces son inocentes, duermen unos encima de otros.
La educación que los colombianos entienden consiste en el acceso a la condición de doctores, en un mundo plenamente humanizado alguien se preguntaría por el amor al saber, o por el hábito lector que sólo se puede adquirir cuando está presente ese amor. La cantidad de librerías que hay en Bogotá, excluyendo los expendios de textos escolares y universitarios, es más o menos la misma que en una ciudad alemana o francesa de diez mil habitantes. La ortografía o el cuidado del idioma de los ciudadanos, al menos de los que usan las redes sociales, hace dudar de que hayan hecho la primaria. No importa, no se trata de saber nada sino de disfrutar de un Derecho Fundamental que se puede reclamar mediante acción de tutela.
(Publicado en el portal IFM el 10 de junio de 2022.)