Me llamó la atención este trozo de la novela Sobre los acantilados de mármol del escritor alemán Ernst Jünger: «Cuando desaparece el sentimiento del derecho y del bien, cuando el miedo nubla los entendimientos, es cuando las fuerzas del hombre de la calle son fácilmente vencidas. Pero el sentido de lo que es verdadero y legítimo permanece despierto en la vieja aristocracia, y de ella brotan los nuevos retoños del espíritu de equidad. Ésta es la razón por la que todos los pueblos honran la nobleza de sangre».
Yo leí otra traducción seguramente mejor, pero a fin de cuentas lo que interesa de la idea de Jünger es que en todas partes hay «privilegios de cuna» y que los hay porque los pueblos los aprueban. Lo cual hace recordar al filósofo español José Ortega y Gasset, que entendía que todas las sociedades contaban con una “minoría rectora” que determinaba su forma de obrar y su futuro.
Precisamente respecto de Ortega tengo que mencionar a alguien que me dijo una vez que era un «señorito madrileño», y pensándolo después me he dado cuenta de que ese origen social privilegiado es común a casi todas las figuras intelectuales de Hispanoamérica: Borges era un patricio porteño, Octavio Paz era un patricio del Distrito Federal, Vargas Llosa es un patricio arequipeño, Savater es un patricio de San Sebastián… Incluso los dos únicos colombianos que «sacan la cara» por el país en ese ámbito, Rufino José Cuervo y Nicolás Gómez Dávila, procedían de familias de la clase más alta.
El sentimiento de agravio de las personas de condición más modesta es un error moral e intelectual que convendría, como dicen en España, «hacerse mirar»: el odio rencoroso al que está arriba es directamente proporcional a la crueldad con que se trata al que está abajo. Mientras no consigan destacar por nada, todos tienen «sed de justicia», que en última instancia consiste en la posibilidad de cada uno de ascender. El ensueño de una igualdad plena es característico de alguien que no ha leído ni viajado ni alcanzado ningún refinamiento o placer. Por eso cree, por ejemplo, que la incultura es un producto de la falta de oportunidades, como si hoy no fuera sencillísimo encontrar miles de libros en internet.
Los intentos de corregir la supuesta injusticia de esos privilegios y esas jerarquías sólo dan lugar a nuevas castas que tendrán que volver a aprender a usar los cubiertos. La hija de Chávez, paradigma de esa clase de redentores, tiene un patrimonio de miles de millones de dólares que no obtuvo precisamente trabajando, por poner un ejemplo típico. En contraste, la familia real japonesa es la misma desde hace varios miles de años, y en los países escandinavos, en los que ya llevan casi un siglo de políticas socialistas, no guillotinaron al rey ni quitaron sus títulos a los nobles.
Todo lo anterior debe servir para que el objeto de este artículo no se entienda mal: los miembros de la llamada oligarquía colombiana no son condenables porque hayan nacido en familias más ricas o más poderosas o más refinadas que las nuestras, sino porque obran como lamentables patanes, no sólo haciendo daño al país sino a la memoria de sus propias familias. Sus incesantes atropellos sólo los dejan ver como provincianos que se han librado de sus rivales matándolos, y que no han asimilado las más elementales normas de urbanidad. El episodio de Germán Vargas Lleras golpeando a un subalterno es paradigmático.
Si uno mira la biografía de Ernesto Samper descubre que muchísimas personas importantes de la Bogotá del siglo XIX son sus antepasados. Cuando se lo ve como valedor del régimen criminal de Maduro o cuando se evidencia su relación con los carteles de la cocaína y con el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, de cuya responsabilidad intentan librarlo los secuestradores y violadores de niños de las FARC, el fruto de tanto talento y tanta distinción resulta ser simplemente un personaje del bajo mundo.
El de los hermanos Santos es un caso parecido. El mayor escogió desde la juventud el crimen como forma de mantener el poder, por lo que junto con García Márquez se dedicó a maquinar la creación de una banda de asesinos que satisficiera las ambiciones del régimen cubano. A lo mejor algún día se sabe el papel que tuvo este hombre en el asesinato de José Raquel Mercado o en el asalto al Palacio de Justicia. Obviamente no podía desconocer que su banda obraba de consuno con el cartel de Medellín tras un acuerdo que logró el embajador cubano. El pretexto ideológico puede convencer a los adolescentes de clases modestas, para cualquiera menos torpe es evidente que se trata de tener poder gracias a que se manda matar gente. Otro patán, otro pícaro.
Juan Manuel Santos tomó otro rumbo, el de aprovechar los privilegios para acceder a puestos de poder y extender una red de influencias que serviría de base a su ambición. Como cualquier matón no tuvo ningún pudor en engañar a los votantes para hacerse elegir y el día de su posesión declarar que haría lo contrario: sería buenísimo que alguien mostrara un político destacado de un país importante que haya hecho algo así. De nuevo son los modales, el cuchillero más despiadado no teme que nadie le reproche sus engaños y cuenta con el temor ajeno. Y el objeto: gracias a sus actuaciones la producción de cocaína se multiplicó por cinco en pocos años y el país llegó a ser más dependiente de esa industria criminal que nunca antes.
No está de más mencionar entre los patanes más notorios al ministro Gaviria, otro privilegiado social, que prohibió el glifosato y ayudó a llenar los suelos de agroquímicos al multiplicarse los narcocultivos. En su mundo de servilismos, deformidad moral, ignorancia y miedo parece concebible que se pueda decir que todo eso se hizo a favor de la salud humana y ambiental. El primitivismo del país produce a la clase de personas que esperan ser tomadas en serio al fingir que creen eso.
Todos estos personajes acompañan la campaña presidencial de un tipo que dice «abrazarsen» y nadie espera que se sonrojen: el país es como es porque ésta es su «minoría rectora».
Esas importantes castas desembocan en el último ejemplar, el humorista chabacano que no vacila en buscar la risa de su audiencia haciendo mención a la mutilación que sufrió Vargas Lleras en un atentado terrorista, o alegrándola con fotos de niñas de dieciséis años desnudas.
El daño que esa clase de «minoría rectora» le hace al país es estremecedor. Baste pensar en la educación para entender que la hegemonía de esos personajes es lo que impide alcanzar la libertad y la prosperidad, pero es algo que explicaré mejor en otro escrito.
(Publicado en el portal IFM el 3 de junio de 2022.)