Muchos factores determinan la posibilidad de que finalmente Petro resulte siendo presidente de Colombia, no tanto porque haya un riesgo de que la mayoría de los votantes lo apoyen sino por el fraude más que anunciado, innegable respecto de las pasadas elecciones legislativas y seguro para las próximas.
Nadie tiene un control preciso de la compra de votos que se efectúa alrededor de las llamadas «maquinarias», pero la adhesión al candidato narcocomunista de los más señalados urdidores de esas trampas hace pensar que será abundante. Al respecto será útil comparar la participación en regiones como La Guajira o los antiguos territorios nacionales con la registrada en otras elecciones presidenciales.
La toma del poder ejecutivo por comunistas explícitos, no porque Petro se describa como tal sino porque a fin de cuentas gobiernos como los de Ernesto Samper o Juan Manuel Santos servían al mismo fin sin proclamarse «de izquierda», es la coronación de un proceso que lleva cien años gestándose, desde las primeras incursiones de agentes de la Komintern en los primeros años veinte hasta la fundación del M-19 y la revista Alternativa a comienzos de los setenta, que fue la ocasión en que los clanes oligárquicos buscaron en el comunismo promovido por el régimen cubano la ocasión de ganar la sempiterna guerra civil, en tregua durante los dieciséis años del Frente Nacional.
En esta segunda fase del proceso, todo fueron avances. Tras la confluencia de intereses con el Cartel de Medellín, acuerdo impulsado por el embajador cubano Fernando Ravelo, se llegó a la toma del Palacio de Justicia en 1985, acción que seguía una operación semejante del sandinismo que había merecido una crónica entusiasta de García Márquez. En esos años gobernaba Belisario Betancur, que en aras de la paz permitió a esas bandas expandirse por todo el país.
El segundo gran logro fue la Constitución de 1991, impulsada por una plataforma de estudiantes y curiosamente obstinada en salvar a los compatriotas de la extradición, el mismo móvil de la citada toma del palacio en 1985. Se puede decir que tras la implantación de esa nueva norma fundamental —creada por una asamblea elegida por menos del 20 por ciento del censo electoral y convocada en abierta violación de la ley—, la toma definitiva del poder por los comunistas era cuestión de tiempo. En esa década tuvo lugar la conquista de la función pública a través de los sindicatos de funcionarios, entre los que no era menor el papel de Asonal Judicial, que complementaba a los magistrados escogidos por la Asamblea. Las actuaciones de personajes como Carlos Gaviria tras dejar la judicatura, o Eduardo Montealegre, también presidente de la Corte Constitucional, después fiscal general, en abierta adhesión a la conjura totalitaria dejan pensando a quién sirve realmente el poder judicial colombiano.
En paralelo, las distintas guerrillas avanzaron en control territorial y acopio de recursos, de modo que al final del gobierno de Samper el Estado no podía imponerse, y Pastrana llegó a negociar la paz con las FARC haciéndoles concesiones que a la larga generaron un profundo descontento popular. Los gobiernos de Uribe trajeron la derrota de la banda en el ámbito militar, pero de ninguna manera en el político. El control de la función pública, de la universidad y de los medios de comunicación siguió y fue decisivo para que el sucesor de Uribe obrara ya abiertamente como ejecutor del viejo plan que había empezado su hermano mayor cuarenta años antes.
De modo que la presidencia es el último reducto de la democracia y la libertad que hay que defender antes de que Colombia siga el camino de Nicaragua y Venezuela, y eso será muy difícil habida cuenta de la impotencia de la sociedad frente al fraude descarado, que se evidenció, como ya he dicho, en las elecciones de marzo.
La tarea más urgente al pensar en las elecciones es lograr una alta participación que permita demostrar el fraude. Es decir, la principal baza de los totalitarios es la habitual abstención, que es un fracaso de los políticos de «derecha», que corren prestos a conceder que Petro es de algún modo un candidato de los humildes y no precisamente de los que despojan a los humildes y a competir en demagogia, como con las promesas de cupos universitarios para todos (sólo en Cuba se llega a esa proeza, y en países como Suiza la proporción de jóvenes que van a la universidad es muy inferior a la colombiana). Los que no votan son sobre todo los pobres, y nadie les explica que con Petro el salario mínimo será parecido al de Venezuela, ahora unos 29 dólares, pronto menos por la galopante inflación, mientras que con una economía libre se podría alcanzar el de Ecuador, 425 dólares.
Esa rutina demagógica es una de las causas de la abstención pero no la única, también la ausencia de denuncia respecto a las conexiones de Petro con el hampa narcoterrorista, manifiesta en la insurrección conocida como Paro Nacional de los últimos años. O en la identidad de su movimiento con la corrupción política, evidente en datos como la conexión de sus socios con Álex Saab.
Es decir, se combatiría la abstención advirtiendo la emergencia nacional que significa la elección del domingo: si la ventaja de Petro es considerable y consiguen introducir una cantidad significativa de votos fraudulentos, será mucho más difícil impedir que gane la segunda vuelta y que Colombia deje de ser una democracia relativa para convertirse en una dictadura abierta, como Cuba, Nicaragua, Venezuela y también Bolivia a estas alturas.
(Publicado en el portal IFM Noticias el 27 de mayo de 2022.)