Hace pocos días discutía en Twitter con alguien que desaprobaba las manifestaciones callejeras contra la infamia de La Habana con el argumento de que una participación pequeñísima sólo movería a risa y no tendría ningún efecto. Soy de la opinión de que un par de personas protestando son muchas más que ninguna, de hecho, infinitas, si se atiende a las matemáticas. Y sobre todo, que cuando se trata de una causa justa, cuantos menos sean mayor es el honor que corresponde a cada uno.
Eso mismo pasa con la tesis central de este blog desde 2004: que las guerrillas comunistas no son el resultado de una rebelión rural ni simples organizaciones criminales que triunfan gracias a la cocaína, ni tampoco el fruto de la todopoderosa mente diabólica de Karl Marx, sino que expresan a la sociedad colombiana y su conflicto central entre la posibilidad de asimilación a la democracia liberal moderna y la resistencia del orden viejo. Eso no interesa a nadie ni lo comparte nadie, pero esa soledad multiplica el honor.
Porque esa tesis es verdad, y la paz lo demuestra. Tanto la de los ochenta como la de ahora. Los terroristas estaban totalmente derrotados en 2010 pero la izquierda urbana mantenía el control sobre el Estado y sobre la sociedad a través de los funcionarios y también de los estudiantes, periodistas, artistas, miembros de ONG, etc. Es decir, la minoría ligada a la universidad y a la función pública se movilizó ante la derrota de las FARC por las Fuerzas Armadas legítimas y el gobierno de Uribe, y concentró esfuerzos en la campaña de Mockus, que alcanzó una votación significativa, y después acompañó a Santos en su viraje hacia la "reconciliación" con los terroristas que obedecen al régimen cubano, cuyo representante es su hermano. Esa minoría es sencillamente la etnia dominante desde el siglo XVI y por eso se concentra en Bogotá, en los despachos judiciales, las universidades y los medios de prensa.
¿Cuántas veces he tenido que explicar en discusiones en internet que la izquierda es lo mismo que las FARC y el ELN? Según la edad y el grado de información del interlocutor, eso parecía totalmente delirante o absurdo. Pese a todas las evidencias, había prosperado un relato según el cual se trataba de extremistas enloquecidos que no tenían relación con los antiuribistas urbanos ni con los jueces que emprendían persecuciones contra militares. (Por cierto, tanto la fiscal como la juez que prevaricaron en el infame juicio contra Plazas Vega resultan evidentemente personas de extracción social baja, dado que quienes les encargan el crimen se cuidan de no figurar. La persecución inicial, que comenzó en Semana, contó con la participación de la Corte Suprema de Justicia, que creó una "Comisión de la Verdad" para acusar a los militares.)
Ahora nadie puede negar esa relación ni que todos los izquierdistas se reconcilian con las FARC, en nombre del país o de las víctimas a las que alentaban a matar, en aras de sus carreras o de sus intereses económicos en relación con el Estado. En definitiva, que los crímenes siempre han respondido a la rapiña de grupos sociales privilegiados incrustados en las universidades y en la función pública desde el origen del país.
De modo que la paz es, como ya expliqué en un texto de hace varios años, la continuación de la Constitución del 91 que lleva hacia la implantación de un régimen de dominio absoluto de los funcionarios; persecuciones sin fin, concentración de los recursos en el Estado, desindustrialización y empobrecimiento generalizados. Ya ocurrió durante los noventa, cuando el gasto público se multiplicó por 19 y la desigualdad aumentó diez puntos del coeficiente de Gini. Esta vez se agravará muchísimo más porque el poder terrorista se traducirá en un gasto mucho mayor y en mucho peores condiciones para producir.
En los últimos meses los asesinatos de soldados se han reducido, después de aumentar gracias a las negociaciones de paz. Pero eso no quiere decir que la amenaza terrorista haya cesado. Lo que sale de las negociaciones es que el gobierno en nombre de la nación reconoce legitimidad a la insurrección y promete remediar los problemas que la causaron, siempre conforme a la versión terrorista. No aparece por ninguna parte que la banda asesina se vaya a disolver ni vaya a entregar las armas. Sencillamente, obrarán como partido armado con control absoluto sobre algunas regiones y poder político evidente, sumado al control del poder judicial que es un hecho desde 1991.
El Estado colombiano ya está en manos de los terroristas hace mucho tiempo, las persecuciones descaradas que emprenden los diversos fiscales avergonzarían a la dictadura venezolana, así como las sentencias de las altas cortes. El triunfo, no de las FARC sino de sus socios urbanos, comportará una multiplicación de esas persecuciones y montajes, sin que eso se deba entender como que los asesinatos se reducirán: si los jefes reconocidos de las FARC tienen que pasarse a la legalidad (terminarán en el uribismo, como los del M-19), también por motivos de jubilación, la extorsión, la cocaína y la minería ilegal pasarán a ser tareas del ELN, con el que el próximo gobierno preparará una agenda de paz que requerirá otros cien mil asesinatos o más. Ya lo verán.
Pero en realidad el control por parte de los terroristas, entendidos éstos como las diversas organizaciones de izquierda, pues de otro modo se podría argumentar también que Hitler no mató a nadie, es más complicado de lo que parece: les ha resultado fácil comprar a muchos generales y otros altos oficiales, pero el control sobre todas las Fuerzas Armadas es bastante más difícil y exigirá persecuciones, asesinatos y sobornos mucho mayores. Es decir, la izquierda no renunciará a su poder armado legitimado por el gobierno de Santos sin ninguna resistencia, pero tampoco podrá controlar totalmente el país sin multiplicar la violencia y los atropellos contra los derechos humanos. El control político sobre el ejército y la policía por parte de organizaciones criminales no es tan seguro como parece, y el triunfo electoral de la oposición venezolana lo demuestra: los militares se negaron a dar el golpe que les pedían Maduro y Cabello.
Ya está listo el fruto del gobierno Santos: la cuestión decisiva, la de si Colombia se asimila al mundo moderno o emprende el camino de Cuba no se ha resuelto porque el poder comunista no tiene legitimidad más allá del catecismo escolar y la propaganda pagada con recursos públicos, y la alternativa no existe. Colombia será en 2020 un país mucho más violento, mucho más corrupto, mucho más desigual, mucho más pobre y mucho más dominado por los que controlan la cocaína de lo que era en 2010. Y de eso no hay que culpar sólo a la conjura terrorista sino a toda la sociedad, pues en realidad nadie ha cuestionado la paz. Los uribistas, como niños embusteros, corren a entender "paz" como "negociación" o como "situación en que no hay conflicto", según convenga a su buena conciencia. ¿Cómo van a estar ellos en contra de la paz? Los políticos profesionales uribistas corren a buscar acomodo en el nuevo orden, y en la mayoría de los casos podrían pasarse al bando "progresista" (del que muchos proceden); los ciudadanos corrientes se ven representados en el lloriqueo cotidiano que oculta la claudicación. De hecho, los uribistas de a pie no son demócratas liberales muy sólidos, el caudillismo es sólo otra forma de política tercermundista.
Por otra parte, Sudamérica sufrirá en los próximos años convulsiones mucho peores que las vividas hasta ahora, y eso afectará al régimen pacífico de la izquierda colombiana: si cae el chavismo en Venezuela la exportación de cocaína se complicará, si el nuevo presidente estadounidense no se hace cómplice de los traficantes, todo será más difícil para el narcorrégimen. Pero eso no bastará para que caiga, sólo hará que se agraven sus rasgos dictatoriales, tan dulcemente ocultos por los uribistas (cuyos líderes, salvo Uribe, apenas ocultaban la alegría cuando encarcelaron a Arias y a Ramos): más violencia y más iniquidad judicial. ¿Podrán poner a las fuerzas armadas a masacrar críticos? Eso es lo que está por ver. La posibilidad de que surja la democracia será cuestión de una generación o más, de momento ni siquiera es posible discutir con nadie qué son realmente las FARC y por qué existen.
(Publicado en el blog País Bizarro el 18 de diciembre de 2015.)
Eso mismo pasa con la tesis central de este blog desde 2004: que las guerrillas comunistas no son el resultado de una rebelión rural ni simples organizaciones criminales que triunfan gracias a la cocaína, ni tampoco el fruto de la todopoderosa mente diabólica de Karl Marx, sino que expresan a la sociedad colombiana y su conflicto central entre la posibilidad de asimilación a la democracia liberal moderna y la resistencia del orden viejo. Eso no interesa a nadie ni lo comparte nadie, pero esa soledad multiplica el honor.
Porque esa tesis es verdad, y la paz lo demuestra. Tanto la de los ochenta como la de ahora. Los terroristas estaban totalmente derrotados en 2010 pero la izquierda urbana mantenía el control sobre el Estado y sobre la sociedad a través de los funcionarios y también de los estudiantes, periodistas, artistas, miembros de ONG, etc. Es decir, la minoría ligada a la universidad y a la función pública se movilizó ante la derrota de las FARC por las Fuerzas Armadas legítimas y el gobierno de Uribe, y concentró esfuerzos en la campaña de Mockus, que alcanzó una votación significativa, y después acompañó a Santos en su viraje hacia la "reconciliación" con los terroristas que obedecen al régimen cubano, cuyo representante es su hermano. Esa minoría es sencillamente la etnia dominante desde el siglo XVI y por eso se concentra en Bogotá, en los despachos judiciales, las universidades y los medios de prensa.
¿Cuántas veces he tenido que explicar en discusiones en internet que la izquierda es lo mismo que las FARC y el ELN? Según la edad y el grado de información del interlocutor, eso parecía totalmente delirante o absurdo. Pese a todas las evidencias, había prosperado un relato según el cual se trataba de extremistas enloquecidos que no tenían relación con los antiuribistas urbanos ni con los jueces que emprendían persecuciones contra militares. (Por cierto, tanto la fiscal como la juez que prevaricaron en el infame juicio contra Plazas Vega resultan evidentemente personas de extracción social baja, dado que quienes les encargan el crimen se cuidan de no figurar. La persecución inicial, que comenzó en Semana, contó con la participación de la Corte Suprema de Justicia, que creó una "Comisión de la Verdad" para acusar a los militares.)
Ahora nadie puede negar esa relación ni que todos los izquierdistas se reconcilian con las FARC, en nombre del país o de las víctimas a las que alentaban a matar, en aras de sus carreras o de sus intereses económicos en relación con el Estado. En definitiva, que los crímenes siempre han respondido a la rapiña de grupos sociales privilegiados incrustados en las universidades y en la función pública desde el origen del país.
De modo que la paz es, como ya expliqué en un texto de hace varios años, la continuación de la Constitución del 91 que lleva hacia la implantación de un régimen de dominio absoluto de los funcionarios; persecuciones sin fin, concentración de los recursos en el Estado, desindustrialización y empobrecimiento generalizados. Ya ocurrió durante los noventa, cuando el gasto público se multiplicó por 19 y la desigualdad aumentó diez puntos del coeficiente de Gini. Esta vez se agravará muchísimo más porque el poder terrorista se traducirá en un gasto mucho mayor y en mucho peores condiciones para producir.
En los últimos meses los asesinatos de soldados se han reducido, después de aumentar gracias a las negociaciones de paz. Pero eso no quiere decir que la amenaza terrorista haya cesado. Lo que sale de las negociaciones es que el gobierno en nombre de la nación reconoce legitimidad a la insurrección y promete remediar los problemas que la causaron, siempre conforme a la versión terrorista. No aparece por ninguna parte que la banda asesina se vaya a disolver ni vaya a entregar las armas. Sencillamente, obrarán como partido armado con control absoluto sobre algunas regiones y poder político evidente, sumado al control del poder judicial que es un hecho desde 1991.
El Estado colombiano ya está en manos de los terroristas hace mucho tiempo, las persecuciones descaradas que emprenden los diversos fiscales avergonzarían a la dictadura venezolana, así como las sentencias de las altas cortes. El triunfo, no de las FARC sino de sus socios urbanos, comportará una multiplicación de esas persecuciones y montajes, sin que eso se deba entender como que los asesinatos se reducirán: si los jefes reconocidos de las FARC tienen que pasarse a la legalidad (terminarán en el uribismo, como los del M-19), también por motivos de jubilación, la extorsión, la cocaína y la minería ilegal pasarán a ser tareas del ELN, con el que el próximo gobierno preparará una agenda de paz que requerirá otros cien mil asesinatos o más. Ya lo verán.
Pero en realidad el control por parte de los terroristas, entendidos éstos como las diversas organizaciones de izquierda, pues de otro modo se podría argumentar también que Hitler no mató a nadie, es más complicado de lo que parece: les ha resultado fácil comprar a muchos generales y otros altos oficiales, pero el control sobre todas las Fuerzas Armadas es bastante más difícil y exigirá persecuciones, asesinatos y sobornos mucho mayores. Es decir, la izquierda no renunciará a su poder armado legitimado por el gobierno de Santos sin ninguna resistencia, pero tampoco podrá controlar totalmente el país sin multiplicar la violencia y los atropellos contra los derechos humanos. El control político sobre el ejército y la policía por parte de organizaciones criminales no es tan seguro como parece, y el triunfo electoral de la oposición venezolana lo demuestra: los militares se negaron a dar el golpe que les pedían Maduro y Cabello.
Ya está listo el fruto del gobierno Santos: la cuestión decisiva, la de si Colombia se asimila al mundo moderno o emprende el camino de Cuba no se ha resuelto porque el poder comunista no tiene legitimidad más allá del catecismo escolar y la propaganda pagada con recursos públicos, y la alternativa no existe. Colombia será en 2020 un país mucho más violento, mucho más corrupto, mucho más desigual, mucho más pobre y mucho más dominado por los que controlan la cocaína de lo que era en 2010. Y de eso no hay que culpar sólo a la conjura terrorista sino a toda la sociedad, pues en realidad nadie ha cuestionado la paz. Los uribistas, como niños embusteros, corren a entender "paz" como "negociación" o como "situación en que no hay conflicto", según convenga a su buena conciencia. ¿Cómo van a estar ellos en contra de la paz? Los políticos profesionales uribistas corren a buscar acomodo en el nuevo orden, y en la mayoría de los casos podrían pasarse al bando "progresista" (del que muchos proceden); los ciudadanos corrientes se ven representados en el lloriqueo cotidiano que oculta la claudicación. De hecho, los uribistas de a pie no son demócratas liberales muy sólidos, el caudillismo es sólo otra forma de política tercermundista.
Por otra parte, Sudamérica sufrirá en los próximos años convulsiones mucho peores que las vividas hasta ahora, y eso afectará al régimen pacífico de la izquierda colombiana: si cae el chavismo en Venezuela la exportación de cocaína se complicará, si el nuevo presidente estadounidense no se hace cómplice de los traficantes, todo será más difícil para el narcorrégimen. Pero eso no bastará para que caiga, sólo hará que se agraven sus rasgos dictatoriales, tan dulcemente ocultos por los uribistas (cuyos líderes, salvo Uribe, apenas ocultaban la alegría cuando encarcelaron a Arias y a Ramos): más violencia y más iniquidad judicial. ¿Podrán poner a las fuerzas armadas a masacrar críticos? Eso es lo que está por ver. La posibilidad de que surja la democracia será cuestión de una generación o más, de momento ni siquiera es posible discutir con nadie qué son realmente las FARC y por qué existen.
(Publicado en el blog País Bizarro el 18 de diciembre de 2015.)