lunes, mayo 30, 2005

Vigencia del delito político

Se pregunta Alfredo Rangel si se negocia la impunidad con malhechores corrientes sin considerarlos políticos. Para mí sí: si el resultado comprobable de eso es que desaparecen las organizaciones armadas en cuestión, no hay motivo por el que no deba buscarse una salida.

La alternativa sería un Estado eficaz que está lejísimos de construirse. Decía un comentarista al artículo en cuestión que el Estado ha tolerado a las AUC porque no les había aplicado por completo el peso de la ley. ¿Y es que con las guerrillas sí lo ha hecho? Sencillamente, el Estado es ineficaz y no puede destruir a esos grupos armados sin unos costes que no puede pagar, entre otras cosas porque esos mismos grupos han determinado compromisos de ese Estado, como los sueldos, prebendas y pensiones de ensueño de buena parte de los empleados estatales, verdadera clientela de los terroristas. ¿No sería más sencillo combatir esas prebendas? Ni para eso hay civismo en Colombia, menos para ganar una guerra contra el fruto más característico de la cultura tradicional.

¿Que hace falta reconocer a las AUC como organización política para obtener su desmovilización? Eso ya no lo sé, lo único que creo es que si el gobierno además de la impunidad va a negociar algún tipo de legitimidad de poder, siquiera local, a lo que quede de las AUC (si es que los que quieren que siga habiendo AUC para tener alguna esperanza de seguirse lucrando de lo que hacen las guerrillas no se salen con la suya), ahí el gobierno está poniéndose la soga al cuello.

De las AUC no deberían surgir partidos políticos ni ningún tipo de protagonismo político, y los dirigentes de las AUC, si bien para que se desmovilizaran se les podría ofrecer algún tipo de perdón o indulto, deberían tener prohibida la participación en política. Hasta ahí no se puede ceder, pues nadie va a alzarle la voz a un gobernador que empezó su carrera dirigendo masacres. ¿Qué respetabilidad tendría un Estado que cayera en manos de semejantes personajes?

Pero es que Rangel va más lejos: la guerra tiene un origen en la ocupación del territorio. ¡Claro, hombre, el leninismo crece silvestre en el Caquetá! Sencillamente, la izquierda parasita el problema territorial que pueda haber, pero el conflicto en Colombia es entre la democracia liberal y el socialismo de partido único a la cubana. Y la guerrilla no representa a la población, antaño inexistente, de esas regiones, sino al profesorado universitario y al sindicalismo estatal. ¿Ignora alguien que la mayoría de los miembros de la guerrilla han sido reclutados en las universidades, sobre todo en las públicas? Otra cosa son los niños encargados de las castraciones propiamente dichas.

Pero es que de esa mentira se sale a otra mucho más grave: la guerrilla cuenta con apoyo en sus regiones. ¡Pues adelante, hombre! Para eso hubo un genio que se inventó unas cajitas donde la gente mete un papelito con el nombre de sus candidatos a gobernar. ¿O es que en los otros países los que tienen respaldo están por encima de las urnas?

Todo eso es grotesco y escandaloso, y sólo remite al hecho de la legitimidad de las pretensiones guerrilleras, que no es otra que la jerarquía social tradicional. Es decir, los descendientes de los encomenderos, los que financian Seguridad y Democracia, no van a aceptar esa rutina foránea de un hombre un voto porque ellos no son iguales a los indios que se asomaron a un acto del candidato Garzón en 2002 e hicieron temer que fuera un atentado.

La guerrilla es expresión de esa defensa de privilegios por parte de los antiguos dueños de los colombianos, hoy devenidos casta sacerdotal e incrustados en las universidades, en la prensa y en los Think tanks y ONG que favorecen esas pretensiones.

Ya lo he explicado otra vez: Rangel está con ellos, por mucho que haya publicado muchas obviedades sobre temas militares y estrategia. Sencillamente, ni el más retorcido argumento leguleyo va a ocultar la cuestión de que hay democracia o no la hay, y si la hay ninguna banda de asesinos, por distinguidos que sean sus mentores, va a imponer las leyes. Lo demás es dorarnos la píldora para convertirnos en esclavos, o tentarnos con voz meliflua para ofrecernos un masajito rectal.

Y a estas alturas lo admirable es el descaro que tienen para hacerlo.

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