domingo, septiembre 06, 2015

Edgardo


Edgardo era un viejo caviloso y buena persona que tenía a los dos hijos estudiando en Europa y hacía apenas dos años se había retirado de su oficio de médico. Desde entonces veía más noticias y leía más periódicos y hasta blogs y cuentas de conocidos en Twitter.

En los años setenta había sido trotskista y tenía una forma de interpretar las cosas aprendida de los líderes de los grupos con los que tuvo relación. Pero no era tan apasionado como su cuñada y su hermano, con los que había llegado a disgustarse por atreverse a preguntarles por qué las FARC no dejaban de matar (ocurría en 2014).

Edgardo era más materialista y práctico, y tenía la coartada de que con la medicina ayudaba a la humanidad, pero Arturo era visionario y líder. Tras aspirar dos veces al Concejo de Bogotá, se resignó a ser edil de la localidad de Chapinero. No pasaba penurias, pero sí dificultades, que soportaba con orgullo por ser parte de la tarea de un héroe. De ahí extraía una arrogancia y una grosería que lo llevaban a odiar a cualquiera que pusiera en duda su ideología.

Arturo seguía esperando un paraíso que llegaría tras la revolución, y eso hacía que justificara todo lo que hacía la izquierda. Entre la gente de su generación y su medio social, esos entusiasmos menguaron después de la caída del comunismo en Eurasia y la Constitución de 1991, pero una vaga adhesión a la izquierda y a sus figuras intelectuales se mantuvo, sobre todo porque eran muy pocos los que leían las publicaciones de esos pensadores.

Todo cambió con el Caguán. Se vio qué querían las FARC y los revolucionarios quedaron en absoluta minoría. En los primeros años de Uribe, Arturo se fue aislando, no porque la gente de su medio condenara lo que hacían las FARC, sino porque de eso no se hablaba nunca. A lo sumo se compartían habladurías sobre el gobierno, pero lo mínimo, cada cual tenía en qué pensar.

Durante la mayor parte de su juventud, Arturo era bohemio y alternaba las noches en El Goce Pagano con cenas con los amigos de la universidad, en las que se hablaba mucho de política. Las habladurías le reportaban una que otra aventura extraconyugal relacionada con esas noches de alegre camaradería con los intelectuales de izquierda.

Al acabar la primera década de este siglo el reproche tácito a las FARC se vio poco a poco desplazado por el odio a Uribe, al que se acusaba de ser un perverso fascista, paramilitar, narcotraficante, corrupto, caballista, ganadero, finquero, paisa y otro montón de monstruosidades. La gente a la que Edgardo frecuentaba, bien en su gremio, entre su familia o aun en su vecindario, se miraba ansiosa con la esperanza de que acabara ese infierno, aunque él no se había puesto a pensar qué ocurriría después.

Y entonces llegó Santos a buscar la paz. Arturo dejó de ser casi un chiflado molesto para convertirse en alguien bien relacionado cuya opinión interesaba conocer en los cocteles.

Las mujeres de Edgardo y Arturo eran muy diferentes. La del primero, Sara, siempre quiso ser ama de casa y estaba segura de que no tenía que hacer otra cosa, aunque había leído unos cuantos libros de poesía e historia, sus temas predilectos. Era hija de uno de los magistrados caídos en el Palacio de Justicia. Cuando se casó con Edgardo sabía quién era, pero también lo que era, un especialista bien pagado, respetable, de origen correcto, apuesto, amable... Pero Emperatriz era muy diferente. Era más ordinaria pero más lista y enérgica. Había ocasionado un gran lío en la familia cuando se anunció el designio de Arturo de reconocer al hijo que tenía con ella y casarse, porque provenía de un ambiente muy pobre y rústico. Había logrado imponerse y todos la respetaban, pero, al igual que su marido, explotaba su militancia como un blasón.

Por otra parte, la vida de unos y otros no era tan diferente. El hijo de Arturo, Ernesto (por Ernest Mandel), hacía una maestría en ingeniería de sistemas y vivía con ellos. Se veían al menos una vez a la semana para comentar noticias familiares, cenar y tomar unos whiskies. El resto del tiempo lo pasaba cada cual en sus asuntos.

Después de la primera vez en que sintió hostilidad en su hermano y condescendencia en su cuñada por preguntarles por qué las FARC no dejaban de matar, Edgardo empezó a pensar cuál sería la respuesta a esa pregunta. Porque él despreciaba como el que más a los uribistas y a los proisraelíes, pero ya había pasado mucho tiempo lamentándose del país, del conflicto, de algunos jefes de las FARC, de la extrema izquierda, del narcotráfico y de los enemigos de la paz. Ya eran varios años de paz y la realidad es que las FARC cada vez mataban más.

Después de que se firmara la paz, su hermano menor y todos sus amigos correrían a buscar puestos bien pagados en el gobierno como representantes de la izquierda, pero realmente nadie imaginaba que las FARC fueran a dejar de explotar sus negocios de cocaína, extorsión y minería ilegal. Edgardo se preguntaba cómo operaría todo eso en la cabeza de Arturo y sólo podía pensar que la alegría por el avance del ideal y el acceso a un cargo importante harían que eso perdiera importancia.

A veces Edgardo recordaba su infancia y las ideas que su familia siempre había defendido. Sonreía al pensar en la rebeldía adolescente y en el desprecio que le inspiraban sus padres, terratenientes de Cota amantes del orden, con sus ideas anticuadas y su fe religiosa. ¡Qué perfectos parecían entonces los ideales revolucionarios que imperaban en su generación!

Pero juzgando el conjunto de su vida no se sentía del todo avergonzado: había sido un buen médico y había conseguido un patrimonio razonable sin que se lo pudiera acusar de ninguna indecencia. A sus hijos les había dado la mejor educación disponible en el país y en cuanto fue posible los mandó a estudiar a Europa para asegurarles un nivel de formación más alto y quizá una carrera en Alemania o Bélgica.

Era suavemente condescendiente con las ideas de sus hijos, cuyos excesos atribuía a la edad. En Berlín, el mayor se había hecho activista del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos en Colombia (Ausschuss der Solidarität mit den politischen Gefangenen in Kolumbien) que reunía a estudiantes colombianos y activistas alemanes.

Era más bien escéptico respecto a la viabilidad de una carrera de videoartista, pero no quería imponerles nada a sus hijos, sobre todo para no generarles resistencias, y tenía cierto pudor para emitir juicios estéticos, toda vez que su generación se había formado en el respeto a las vanguardias y a todo lo que implicara ruptura y renovación. ¿Quién lo podría saber? A lo mejor su hijo llegaba a ser una figura del videoarte en Europa. Al menos había obtenido el grado correspondiente y aun había participado en una exposición colectiva.

La última conversación por Skype con su hijo lo dejó más bien molesto: Tomás había establecido una clara intimidad con Arturo y Emperatriz, y le manifestó su propósito de volver a Colombia, donde gracias a sus estudios alemanes y a un viejo amigo de sus tíos tenía casi segura una cátedra en la Universidad de Los Andes.

Algo le impedía a Edgardo sentirse orgulloso. Más bien estaba triste. Más bien veía la fiesta de los jóvenes con el videoarte y la transgresión como algo que ya había conocido, no propiamente lo que había soñado para su hijo. No le quedaban muchos años y el éxito de sus ideales y de su familia no lo alegraba demasiado.

Pero las preocupaciones de esos ancianos no le interesan a nadie.

(Publicado en el blog País Bizarro el 16 de agosto de 2015.)