jueves, julio 19, 2012

La lotería en Bobilandia


La diferencia verdaderamente significativa entre Colombia y los países desarrollados es la clase de cosas que la gente cree y dice. Y la única forma de encarrilar a Colombia en el rumbo de las democracias modernas es hacer frente a esa mentalidad desenmascarando las mentiras imperantes. Esa labor es del tamaño de la desgracia colombiana porque lo que le resulta más difícil a la gente es pensar, sobre todo cuando hay que salirse de las rutinas y evaluar los juicios que se consideran más indiscutibles sólo porque son complacientes, cómodos y sobre todo comunes.

Esa conciencia de los colombianos no es sólo llamativa por el apego a los clichés ideológicos más funestos del siglo XX, sino por la coexistencia de la ignorancia más descorazonadora con el esnobismo más ostentoso: tal vez en ninguna otra parte haya tanta gente ansiosa por ser considerada intelectual, y eso que, según Alejandro Gaviria,
La mayoría de nuestros bachilleres no tienen las habilidades requeridas para entrar a la universidad. Más de la mitad son incapaces de realizar una operación aritmética básica: “Usted compró una camisa que costaba 20 mil pesos y recibió un descuento de 15%, ¿cuánto pagó finalmente?”.
Ese dato sirve para explicar que la inverosímil ortografía del alcalde de Bogotá no llame la atención de los estudiantes y doctores (dicen que sólo en Bogotá hay un millón de titulados universitarios): ¡nadie detecta ningún error!

Es decir, el reino del crimen se basa en una ignorancia y una estupidez tan atroces como ese hecho de que más de la mitad de los que salen del bachillerato no deberían haber superado la primaria. Todo ello incide notoriamente en la comprensión que la gente alcanza de la política o la economía. Y en la facilidad con la que la engañan las redes de poder de siempre.

Un paradigma perfecto de esa situación se puede ver en los lemas de las sempiternas protestas estudiantiles: ¿quién entiende cuáles son las pretensiones de los jóvenes? Más o menos como la operación del descuento mencionada arriba. Las mentiras son para personas que no han hecho la primaria, pero es imposible que algún estudiante se plantee el sentido real de todo eso.

Si las aspiraciones de los estudiantes fueran de tener educación de mejor calidad, ¿habrá quien se haya detenido a pensar qué es lo que entienden por "calidad". Yo lo sé: la calidad de unas instituciones educativas consiste en la ausencia absoluta de personas que vociferan, intimidan, ocupan las calles y destruyen el mobiliario urbano. Unos vándalos exigiendo calidad de la educación son tan grotescos como unos travestis exigiendo castidad a las monjas.

Lo que piden los estudiantes es no estudiar sino acceder a rentas gracias a su capacidad de hacer presión violenta, pero también más gasto en asegurarles sus títulos. ¿Por qué la gente cree que quien pide más tiene derecho a ello? Porque pocos entienden que el dinero que se destina a la "educación" se saca de otras partes. Lo que se gasta en las universidades se deja de invertir en infraestructuras, en salud, en pensiones para los mayores, en inversiones productivas de las empresas (que soportan una presión fiscal altísima) y en viviendas para la gente pobre.

Si se entendiera habría una actitud de rechazo a las protestas estudiantiles y aun gente que se manifestara en contra. Eso nunca se ve. En Colombia parece operar algo que denunciaba hace poco el periodista vasco Hermann Tertsch (aludiendo a España): La infantil concepción del Estado como demiurgo omnipotente. Una lacra del subdesarrollo cívico, un lastre de nuestra historia".

Una de las fuerzas que determinan esa creencia absurda es la suposición de que basta con llamarse "educación" para significar conocimiento y eficacia productiva. Nada más falso: las universidades colombianas sólo transmiten la ideología comunista y las personas que terminan sus estudios están preparadas para hacer la revolución pero no para producir bienes ni servicios. Cualquiera que conozca el mundo fuera de Colombia queda pasmado ante el hecho siempre comprobable de que las personas son más delirantes y fanáticas cuantos más estudios tengan. Muchas veces he comparado esos antros con las madrasas islámicas, de donde tampoco salen muchas patentes (aunque probablemente más que de los adoctrinaderos colombianos). Las universidades colombianas producen sindicalistas y militantes, algún tinterillo que se las arregla, según su relación con las grandes familias, para sacar partido de la extorsión o el tráfico de cocaína parece justificar ese gasto.

Otra falacia asociada a esa "educación" es que la inversión pública en universidades remedia la exclusión: de hecho, la aumenta. Los herederos del poder se aseguran rentas para promover sus carreras políticas al tiempo que cooptan clientelas y activistas, a costa del desarrollo del país. La gente puede obtener títulos que no significan que haya aprendido nada útil y menos que vaya a obtener buenos ingresos (como explicaba en este blog hace un tiempo Noel Carrascal), precisamente porque el precio de la educación "superior" realmente existente son las oportunidades de empleo calificado.

Con frecuencia, los colombianos creen que el desarrollo es el resultado de la educación universitaria, lo cual es más bien una causa del atraso. Muchas veces he citado a Jakob Burckhardt, que culpa a España del fin del esplendor renacentista en Italia: un siglo después de que Italia cayera en manos españolas, dice, ya nadie quería trabajar sino que todos querían sólo demostrar que tenían origen hidalgo o convertirse en médicos o abogados. Muy curioso, lo característico de los grandes genios del arte hacia 1500 era una fiebre laboriosa que desconcierta a quien tiene conocimiento de ella. No propiamente la ostentación de títulos de ninguna clase.

Para demostrar que la educación universitaria pública no contribuye al crecimiento sino más bien al atraso copio este cuadro que muestra el crecimiento del PIB de Colombia y de Chile en las últimas décadas.

Casualmente, las recientes protestas en Chile obedecían al hecho de que el país no tiene educación universitaria pública. De no ser por la mala fe reinante en Colombia sería evidente que el ahorro en "educación" "superior" tuvo que influir en la asombrosa expansión del país austral. Y que el despilfarro en proveer puestos millonarios a los dirigentes de las sectas comunistas determinó el estancamiento colombiano.

Otro mito de los que reinan en Colombia es el de que ese gasto formidable reduce la desigualdad. Insisto en que la estupidez de tales nociones se impone sobre la misma mala fe evidente de los beneficiarios y promotores de esa rapiña. ¿De qué modo va a reducir la desigualdad disponer de recursos comunes a favor de una minoría? ¿No es obvio que lo que se gasta en los estudiantes se deja de gastar en los que no estudian? Tampoco si fuera gratuita para los pobres, porque querría decir que se gastaba el dinero de los mayores o de las futuras generaciones.

Tampoco en términos estadísticos hay ninguna reducción de la desigualdad gracias a las universidades. Baste con ver de qué modo la desigualdad medida en el índice Gini aumentó escandalosamente a partir de 1991. En comparación, y en medio de una expansión económica fulgurante, Chile redujo ese indicador de 57.7 a 56,7 entre 1987 y 2004.

Insisto, claro que hay un daño moral profundo, cuyo principal aspecto, como denunciaba Octavio Paz, es la incapacidad de la crítica derivada de la Contrarreforma (perceptible en la incapacidad de buscar un juicio objetivo o en evaluar las pruebas de nada), pero además de ese daño moral y tal vez por efecto de él, hay un daño cognitivo, resultado de esa profunda pereza mental, multiplicada por el reino de la intimidación (un maestro que realmente quisiera esforzarse por conseguir que sus alumnos adquirieran el hábito lector estaría expuesto a ser asesinado por los fecodistas, que sólo necesitan catecúmenos resentidos).

Los colombianos, más cuantos más estudios "superiores" tengan, resuelven el problema con la deplorable rutina de declarar que la educación, o la salud, son "derechos". Esto se entiende como que los demás deben pagárselos a quien pretenda disfrutar de ellos, no como que nadie podría tenerlo prohibido. Esa mentalidad del castellano viejo llega a una presentación que daría risa a cualquier persona civilizada si la conociera: "La educación es un derecho y no un negocio". ¿Y la vivienda, la alimentación, el vestido, etc., sí son negocios? ¿Qué es negocio? Aquello que es negocio es lo que se demanda porque de algún modo es útil a las personas que lo compran. En la medida en que la educación no es un negocio, es decir, una fuente de rentas derivada de la prestación de un servicio, deja de ser un bien que el consumidor compra y se convierte en un mecanismo de dominación útil a quien pretende proveerlo. Y ciertamente es un negocio, fabuloso, para los sindicalistas y los afiliados a los sindicatos de maestros, que disfrutan de rentas en algunos casos altísimas (sobre todo los sindicalistas) gracias al gasto en ese "derecho" (de donde salen las clientelas fabulosas del comunismo, y los negocios que multiplicaron el patrimonio de Abel Rodríguez).

Esa noción tan enternecedora de los "derechos" lleva a idealizar el Estado de Bienestar europeo, que colapsó por el exceso de gasto y lastimó el desarrollo de ese continente (Muy recomendable para entenderlo este escrito de Guy Sorman). Es sólo un intento de salvar los muebles ante la caída del comunismo. Lo gracioso es que en la noción que transmite la educación colombiana parece que ese Estado de Bienestar fuera gratuito o que lo pagaran los millonarios. Si entendieran que una persona que se gane diez veces la renta media, como la inmensa mayoría de los mamertos de la Fiscalía y la Procuraduría, pagarían como mínimo el 40% de sus ingresos en impuestos sobre la renta, seguramente perderían el entusiasmo. Pero no es sólo eso, sino que una parte considerable del salario se va en la Seguridad Social. Es verdad que la mayor parte lo pagan las empresas, pero eso sólo significa que se incluye en el rubro de "costos laborales" y en últimas se deduce del salario.

Colombiano que se respete aborrece el capitalismo salvaje estadounidense y se sabe la cifra de personas que no tienen un seguro de salud. Es extraño que esa pobre gente no huya hacia Cuba en busca de educación y salud. ¿Cómo interpretar esos datos? ¿No deberían los gobernantes estadounidenses forzar a la gente a tener un seguro de salud, es decir, a gastarse su dinero en algo que pueden no considerar necesario? La probabilidad de una persona joven de padecer una enfermedad que comporte gastos elevados puede compararse con la que tendría de ganarse la lotería, lo cual recuerda el cuento
La lotería en Babilonia, de Borges, que trata de un sistema de premios y castigos por el azar, en el que se incluyen las enfermedades. (Las personas sin recursos en todo caso tienen acceso a servicios médicos de beneficencia.) Pero en todo caso, sumados los gastos del seguro médico de todos y los del servicio de los pocos que tuvieran que afrontarlos, los resultados serían parecidos. Siguiendo con el ejemplo de la lotería, el que haya personas que no quieran pagar seguros médicos es como el que en otros países haya personas que no quieran pagar seguros de vida o contra incendios, o que en todas partes haya personas que prefieren ahorrar el dinero o gastárselo en cosas distintas a la lotería (que no en balde se llama el impuesto de los bobos).

Ésa es la realidad de Colombia: mentiras, idioteces y vulgaridad. El ascenso de los secuestradores y tirapiedra en 1991 dio para que la revista
SoHo se convirtiera en el intérprete de la cultura nacional, al servicio de intelectuales como éste, naturalmente, progresista:

Lo dicho: BOBILANDIA.



(Publicado en el blog Atrabilioso el 21 de marzo de 2012.)