domingo, julio 15, 2012

2014


(Advertencia: con esta entrada termina la serie que empecé el año pasado sobre el ciclo histórico colombiano de las últimas décadas. En "Memorias del posconflicto" intenté demostrar que la negociación con las FARC sólo sería continuación de la que ya tuvo lugar con el M-19, cuyo sentido fue en últimas una alianza de los políticos gobernantes con los terroristas que hoy sólo los cínicos niegan, con los efectos que se hacen patentes al cabo de veinticinco años. Con "La creación de la realidad" traté de indagar en el verdadero origen del M-19 y los intentos de ocultar a quienes lo organizaron y controlaron. "Ocultos tras el arbusto asesino" es un intento de explicar el papel de la industria de la droga y sus ramificaciones "académicas". "Déficit de civismo" trata de señalar la ausencia de activismo ciudadano honesto como la principal causa de los problemas colombianos. "Ilusiones perdidas" alude al uribismo como solución falsa. En Colombia saudí me ocupé del porvenir del país como exportador de materias primas con una muy probable hegemonía de Santos y sus herederos, aliados con los residuos de las bandas terroristas. Esta vez quiero comentar lo que ocurrirá dentro de dos años, que es el momento en que se verá si el juego de Santos da resultado.)

Hay que partir de una obviedad que por desgracia suena rara para muchos colombianos, y que fue la primera idea de esta serie de artículos: toda idea de negociación política con las organizaciones terroristas lleva en sí la abolición de la democracia. ¿De qué sirve lo que la gente vote o el mandato que reciban los gobernantes si después éstos hacen lo que quieren, por ejemplo cambiar las leyes para complacer a unos criminales?

Ya es tedioso señalar hasta qué punto todos los partidarios del terrorismo están hoy unidos alrededor del gobierno de Santos. El hecho de que los tres presidentes de los noventa sean entusiastas tanto de la persecución judicial y mediática contra el anterior gobierno y contra los militares como de la negociación política con las FARC, sólo demuestra que su juego es la pura rapiña, en aras de la cual no vacilan en buscar el premio de los crímenes.

Es necesario entender que las guerrillas siempre han tenido aliados poderosos dentro del Estado, bien los grupos de oligarcas que las crearon, bien las clientelas del sindicalismo, bien los nuevos tinterillos salidos de la universidad y aventajados a la hora de obtener puestos gracias a su organización y a menudo a la misma presión de las bandas terroristas. Ese control se hizo hegemónico después de la Constitución de 1991 y de los gobiernos de los noventa.

Esta vez la abolición de la democracia colombiana sería definitiva porque la nueva riqueza petrolera y minera permitiría a los herederos de Santos comprar apoyos para su proyecto de integración en una región dominada por el chavismo y sus versiones "moderadas".

Ojalá la experiencia de la década anterior permita entender que no se puede ir a buscar simplemente puestos ni a compartir el poder con los santistas, so pena de resultar irrelevantes y en últimas de aliarse con ellos (como hicieron casi todos los congresistas y senadores elegidos por los partidos que promovía Uribe): es necesario plantearse enderezar el país, cambiar la Constitución y desarmar la maquinaria de terror que la oligarquía y los comunistas han creado en el poder judicial.

¿Es eso posible? Lo que se mostró es que a pesar de la intensa propaganda la gente no se resignó a someterse al acuerdo de Pastrana con las FARC y aun reeligió a Uribe en 2006: según qué se le diga, podría formarse una nueva mayoría. Pero para eso hay que tener claros esos objetivos y empezar ya: el enemigo que una mayoría ciudadana tendría que combatir es la Unidad Nacional, que no es más que la consumación de lo que quedó a medias en la Constitución de 1991.

Y como se trata de oponerse a la Unidad Nacional, hay que olvidarse de toda lealtad por parte de los políticos de esos partidos, que sólo abandonarían al dueño de las llaves del botín cuando lo vieran perdido, es decir, que sólo se sumarían a la oposición para degradarla y corromperla.

También es necesario desbaratar el proyecto de país de Santos y la cleptocracia, consistente en la compra de voluntades con los recursos públicos mediante la multiplicación de la burocracia: aparte de desarmar la tiranía del hampa que impusieron aliados los comunistas y los mafiosos, es necesario sentar las bases de una economía productiva favoreciendo fiscalmente a las empresas y cobrando impuestos a las personas ricas (con el sistema actual sólo pagan las empresas, no los multimillonarios parásitos del Estado).

Al pensar en las posibilidades de ese cambio hay que tener en cuenta que hacia 2014 la situación internacional no será la misma: puede que haya empezado la transición a la democracia en Cuba y también que los demócratas estadounidenses, tan complacientes con las dictaduras tropicales, ya no estén en el gobierno. De ese modo, los apoyos exteriores de Santos podrían menguar.

Pero es algo que hay que empezar a plantearse ya: ¿cuál es el candidato de la mayoría que quisiera insertar a Colombia en las democracias modernas? ¿Cuál es el programa? Como ya he explicado muchas veces, tratar de elegir de nuevo a Álvaro Uribe sería una forma de ayudarle a Santos a reelegirse o dejar un heredero seguro (que creo que es lo que más probablemente hará). Quienes creen que sin el expresidente todo esfuerzo es baldío deberían pensar en convencer a su hijo o a alguien así para que encabece esa propuesta.

Pero la verdad es que dudo mucho que los uribistas hagan algo en ese sentido. Y también que otros grupos coherentes se lo planteen. La apuesta de Santos, su descarada traición a sus electores, estuvo bien concebida: no hubo respuesta, ya va a completar dos años de infamias y mezquindades sin límites y no asoma el menor atisbo de oposición.

(Publicado en el blog Atrabilioso el 14 de marzo de 2012.)