jueves, enero 19, 2023

¿Quién eres?


Es muy frecuente en el cine que cuando una mujer se entera de que su marido está involucrado en alguna conspiración o es un agente de Pinkerton le pregunte eso, «¿quién eres?». Es una pregunta que cada persona debería hacerse alguna vez y no quedarse creyendo lo que da por sentado. Tal como no hay tarjetas de visita en las que se lea “estafador”, tampoco hay personas que admitan que son estúpidas, mezquinas o deshonestas.

Lo anterior tiene relación con esto: en muchos años de escribir opiniones en blogs he intentado desarrollar una explicación de por qué un colombiano corriente gana diez veces menos que un estadounidense corriente y está expuesto a mucha más inseguridad, al trancón, a las alcantarillas sin tapa y a mil abusos y atropellos.

Es así: la región iberoamericana, en mi opinión, es atrasada y pobre por su pasado de esclavitud y saqueo, que pervive en la idiosincrasia corriente. Los desmanes de los políticos corruptos y los crímenes de los totalitarios —que son corruptos en gran escala, lo que un tirano respecto de un atracador— son el reflejo de ese orden que impera en la cabeza de cada uno, que es donde tiene sede lo que genera el desorden y la miseria.

Un ejemplo. Figúrense que un tipo viola a una niña y para hacerlo mata a la madre. A la hora del juicio el abogado dice que el homicidio debe tener un atenuante porque fue un hecho conexo con un delito sexual, y que los delitos sexuales tienen un evidente fin altruista. Por favor, no se me escandalicen, la idea del delito político, de que unas personas se alzan en armas para imponer la organización social y el gobierno que les parecen preferibles, generosamente encabezados por ellos, privando a los demás de su derecho a elegir a sus gobernantes y matando a quienes se les oponen, y que ese fin «altruista» hace que los delitos conexos merezcan menos castigo, es mucho más monstruosa que mi ejemplo anterior, porque el designio de despojar de sus bienes y libertades a todos los ciudadanos es más grave que un crimen que se comete contra uno solo, y de hecho las guerrillas comunistas violaron a muchos miles de niños, y hasta los acostumbraron a comer carne humana.

Pero esa idea del delito político la comparten prácticamente todos los colombianos, y ojalá el lector no se permita la idea de que esto es exagerado: ¿no dicen los enemigos de las guerrillas que el narcotráfico no puede ser un delito conexo a los delitos políticos? ¿Cómo no va a serlo? Venden cocaína para comprar armas para matar soldados, pero matar soldados se entiende por su móvil altruista, no se puede rebajar a quien lo hace comprometiéndolo en el narcotráfico (que pronto será legal según pide el flamante Premio Nobel de la Paz). Las más altas autoridades judiciales y todos los legisladores del país aprueban esa idea, que está en la Constitución. ¿Cuántos colombianos desaprueban esa constitución? Por ejemplo, ¿cuántos partidarios de cambiarla había entre los candidatos al Congreso en las últimas elecciones?

Tal vez se piense que los que niegan esa conexidad buscan que haya algún castigo efectivo, con lo cual se resignan a aceptar lo que es verdaderamente monstruoso y que nadie discute.

En lo que creen realmente los pueblos de Iberoamérica es en la jerarquía racial, por eso abundan los genealogistas que le sacan dinero a la gente demostrando que tiene antepasados nobles y por eso se vive para poder incluirse entre los doctores y ostentar bienes lujosos: sencillamente se mantiene la sociedad de castas del periodo colonial, cada uno tratando de incluirse entre las de arriba. El delito político es una noción que garantiza la impunidad de los que encargan crímenes para acceder al poder, se reconoce en la medida en que se pertenezca a las castas superiores, cuyo interés prevalece sobre la ley.

Insisto, no he conocido colombianos a los que les resulte molesto que haya delitos que restan la pena de otros delitos o que se interesen por saber en qué otro país ocurre algo semejante. Tampoco los que dudan de que la educación y la salud son derechos que la ley debe proteger, se podría razonar que la alimentación, el vestido o la vivienda son necesidades más perentorias, pero pronto habrá leyes que las garanticen, como las hay en Cuba o en Corea del norte.

¿Quién paga esos «derechos»? Los demás, y de nuevo es evidente el atavismo: los peninsulares y criollos relacionados con el poder recibían rentas sin necesidad de trabajar, para eso estaban los indios y negros. Con los «avances» de la Constitución de 1991 se amplía la franja de beneficiarios, cosa que no incomoda a ningún colombiano porque en su mundo es incomprensible que la matrícula cero del gobierno de Duque, por poner un ejemplo sangrante, sea una transferencia de recursos de los pobres a los ricos, de los que no tienen hijos o no pueden mantenerlos hasta que acaban la secundaria a los que sí pueden hacerlo y que si los llevan a un buen colegio privado les podrán asegurar sin gasto un título universitario que los sitúe bien en la jerarquía.

Y si alguno muy agudo llegara a entenderlo, no vería ninguna inmoralidad, como si a un afgano lo criticaran por no dejar a su mujer salir con una blusa escotada a la calle. En lo que está cada uno es en defender su pertenencia a una casta deseable, como la de los «trabajadores al servicio del Estado», y la vida es más dulce si uno forma parte del clero docente o judicial.

El socialismo se impuso en 1991 con un golpe de Estado que no tuvo resistencia, sobre todo porque venía a proteger la sociedad de castas tradicional. Los que hablan de izquierda y derecha no pueden imaginarse el sentido reaccionario del engendro concebido para prohibir la extradición. Si los colombianos aceptan las ideas impuestas entonces es porque cada individuo razona según lo que ha aprendido, más si no contradice lo que creían sus antepasados: el pueblo no existe antes que el Estado ni la costumbre antes que la ley, el marroquí corriente no tiene la oferta de ser budista ni el mozambiqueño de discutir la teoría «queer». El mamerto no es un desadaptado sino el defensor de ese orden, casi siempre alguien que ya forma parte de las castas a las que todos quieren pertenecer.

¿Saben por qué se vuelve gorda la gente? Por comer mucha ensalada, ¿o no han visto que las mujeres gordas siempre piden ensalada? Eso mismo pasa con la estratificación de los precios de los servicios públicos: sólo ocurre en Colombia y curiosamente es uno de los países con mayor desigualdad en el ingreso. Bueno, la Corte Suprema de Justicia, formada por individuos que cobran el sueldo de muchas decenas de personas y prácticamente no pagan impuestos, justificaban las guerrillas comunistas porque la sociedad estaba llena de desigualdades. ¿Recuerda el lector a algún compatriota que razone que los servicios deberían valer lo mismo para todos como en todos los demás países? Yo no. Esas disposiciones «justicieras» son la causa de la desigualdad, y su efecto es que el acceso a esos bienes está mucho más restringido, sobre todo para los pobres.

La lista de rasgos identitarios de ese estilo que comparten prácticamente todos los colombianos es larguísima. Y sin plantearse quién es uno, sin la crítica efectiva de la idiosincrasia heredada no podrá haber nunca respuesta al régimen narcocomunista, pero ¿se lo plantea alguien, aunque sólo sean los legisladores elegidos? Casi todos recitan la propaganda comunista o proponen variantes ínfimas porque sólo son gente que forma parte de la casta de políticos o aspira a integrarse en ella, y su visión del mundo no es muy distinta de la del resto de los miembros de esa casta, por no hablar del rango de sus conocimientos y reflexiones. Baste ver la clase de críticas que le hacen al gobierno del crimen organizado.

(Publicado en el portal IFM el 9 de diciembre de 2022.)