Antes de que la cocaína fuera la industria decisiva en Colombia (gracias a la extrema concentración de recursos en pocas manos y a la relación de las mafias con el Estado, de cuya benevolencia e ineficacia depende), el país era de todos modos miserable, violento, injusto y primitivo. Pero, como es bien sabido, la nueva industria multiplicó la corrupción política y judicial y reforzó la mentalidad gansteril tradicional.
La minoría comunista es la principal beneficiaria de esa industria. Desde mucho antes, el pequeño grupo de conspiradores y lagartos que buscaban prebendas soviéticas y cubanas fue haciéndose hegemónico en las universidades y reforzando lazos antiguos con los clanes del poder, pero las perspectivas de riqueza que generó la cocaína y la participación del régimen cubano y sus maquinadores hizo posible un control hegemónico de la función pública y también de los medios de comunicación, en gran medida porque los grupos económicos que los poseen son elementos imprescindibles del lavado de activos y el control de las inversiones de los dueños del negocio.
Es de la máxima importancia entender la afinidad ineluctable entre el proyecto totalitario y los negocios criminales, toda vez que las posibilidades de revolución obrera o agraria siempre han sido nulas en Colombia. Una fuente de recursos excepcional multiplica el poder de la conjura a la vez que la propaganda "forma" en los colegios y universidades a quienes contribuirán de diversas maneras a la expansión del negocio. Un elemento central de esa propaganda es el menosprecio de la ley. Los alumnos de Jaime Pardo Leal en la Universidad Libre aprendían ante todo que "El derecho no es más que la voluntad de la clase dominante erigido en ley". Si lo que prohíbe matar, secuestrar, violar niñas o mutilar a miles con minas es esa voluntad, sólo hace falta reemplazarla para que sea lícito hacerlo.
El hecho cierto es que desde el fin del Frente Nacional, y tal vez aplicando un proyecto de largo aliento cuyo primer mentor sería López Michelsen (junto con los jefes comunistas de los años cuarenta y cincuenta), Colombia ha sufrido esa doble hegemonía, de los agentes del régimen cubano en la función pública, en los medios de comunicación y en las universidades, y de la industria de la cocaína en la economía y la política. A estas alturas ya son lo mismo: la cocaína la producen y exportan las FARC y el gobierno es una agencia cubana.
Quien se plantee hacer que Colombia se convierta en una sociedad que se asimile a las democracias avanzadas debe empezar por entender que esas castas del poder son el enemigo a batir y que ya han llegado a una simbiosis completa con los comunistas, con los que esperan implantar otra dictadura como la venezolana. Es decir, dado que son el mismo enemigo que el comunismo y las mafias de la droga, es necesario empezar por no transigir en ninguna medida con ellas.
Sin derrotar a esa conjura no puede haber restauración democrática ni menos obviamente combate efectivo contra el tráfico de drogas. Luego, ése debe ser el eje de cualquier política recta. Todo esto parece muy obvio pero no lo es: no hay un partido que se plantee excluir a los comunistas o a los aliados de Santos de cualquier acuerdo ni describir a los gobiernos "liberales" de los noventa como simples bandas criminales. Ni hablar de deshacer el engendro del 91 y castigar a todos los instigadores del terrorismo comunista.
Esa corriente coherente no existe en Colombia y puede que falten generaciones para que surja. Mientras tanto el combate contra el narcorrégimen dependerá de lo que pase en Venezuela y sobre todo de las elecciones estadounidenses.
(Publicado en el blog País Bizarro el 25 de julio de 2016.)
La minoría comunista es la principal beneficiaria de esa industria. Desde mucho antes, el pequeño grupo de conspiradores y lagartos que buscaban prebendas soviéticas y cubanas fue haciéndose hegemónico en las universidades y reforzando lazos antiguos con los clanes del poder, pero las perspectivas de riqueza que generó la cocaína y la participación del régimen cubano y sus maquinadores hizo posible un control hegemónico de la función pública y también de los medios de comunicación, en gran medida porque los grupos económicos que los poseen son elementos imprescindibles del lavado de activos y el control de las inversiones de los dueños del negocio.
Es de la máxima importancia entender la afinidad ineluctable entre el proyecto totalitario y los negocios criminales, toda vez que las posibilidades de revolución obrera o agraria siempre han sido nulas en Colombia. Una fuente de recursos excepcional multiplica el poder de la conjura a la vez que la propaganda "forma" en los colegios y universidades a quienes contribuirán de diversas maneras a la expansión del negocio. Un elemento central de esa propaganda es el menosprecio de la ley. Los alumnos de Jaime Pardo Leal en la Universidad Libre aprendían ante todo que "El derecho no es más que la voluntad de la clase dominante erigido en ley". Si lo que prohíbe matar, secuestrar, violar niñas o mutilar a miles con minas es esa voluntad, sólo hace falta reemplazarla para que sea lícito hacerlo.
El hecho cierto es que desde el fin del Frente Nacional, y tal vez aplicando un proyecto de largo aliento cuyo primer mentor sería López Michelsen (junto con los jefes comunistas de los años cuarenta y cincuenta), Colombia ha sufrido esa doble hegemonía, de los agentes del régimen cubano en la función pública, en los medios de comunicación y en las universidades, y de la industria de la cocaína en la economía y la política. A estas alturas ya son lo mismo: la cocaína la producen y exportan las FARC y el gobierno es una agencia cubana.
Quien se plantee hacer que Colombia se convierta en una sociedad que se asimile a las democracias avanzadas debe empezar por entender que esas castas del poder son el enemigo a batir y que ya han llegado a una simbiosis completa con los comunistas, con los que esperan implantar otra dictadura como la venezolana. Es decir, dado que son el mismo enemigo que el comunismo y las mafias de la droga, es necesario empezar por no transigir en ninguna medida con ellas.
Sin derrotar a esa conjura no puede haber restauración democrática ni menos obviamente combate efectivo contra el tráfico de drogas. Luego, ése debe ser el eje de cualquier política recta. Todo esto parece muy obvio pero no lo es: no hay un partido que se plantee excluir a los comunistas o a los aliados de Santos de cualquier acuerdo ni describir a los gobiernos "liberales" de los noventa como simples bandas criminales. Ni hablar de deshacer el engendro del 91 y castigar a todos los instigadores del terrorismo comunista.
Esa corriente coherente no existe en Colombia y puede que falten generaciones para que surja. Mientras tanto el combate contra el narcorrégimen dependerá de lo que pase en Venezuela y sobre todo de las elecciones estadounidenses.
(Publicado en el blog País Bizarro el 25 de julio de 2016.)