lunes, noviembre 09, 2020

El libreto revolucionario

El festín de violencia que se han dado los universitarios colombianos a partir de la muerte de Javier Ordóñez es la aplicación de un libreto conocido que hace unos meses se ensayó en Chile con éxito notable, aunque en ese país la provisión de fondos para pagar los incendios y otros actos de sabotaje sin duda será más difícil de manejar. En Colombia los terroristas son la primera organización económica nacional, no sólo por los rentables negocios de narcotráfico y minería ilegal sino también por negocios legales derivados del despojo de tierras y de la inversión del producto de 40.000 secuestros y muchas más extorsiones, y sobre todo por el control del Estado a través de las organizaciones de funcionarios, como Fecode y muchas otras, y de importantes alcaldías obtenidas gracias a la compra de votos a través de la "maquinaria" "liberal". El libreto se seguirá aplicando y la esperanza del hampa es aprovechar la miseria y la desesperación que dejará la pandemia para acceder al poder por la violencia. 

La esencia del leninismo
La inmensa mayoría de las personas que se declaran de derecha o anticomunistas, en Colombia "uribistas" porque se identifica al expresidente con el rechazo al comunismo, desconocen por completo la doctrina marxista y sobre todo el leninismo. Por eso se permiten suponer que es posible librarse de un problema firmando la paz con las bandas de asesinos, como si con eso se asegurara que desistieran de su propósito de implantar un régimen de partido único basado en el terror y en el empobrecimiento de la población. Visto que el foco guerrillero no iba a conducir a la toma del poder, pues vuelven al movimiento estudiantil de siempre, al de la época de Camilo Torres, sólo que ahora hay decenas de veces más estudiantes y el partido —o mejor dicho, el régimen cubano— ya tiene el control de los resortes del sistema. 

Es decir, el comunismo colombiano, la llamada "izquierda", sigue combinando las formas de "lucha" en aras del mismo objetivo de siempre. La idea de un "caracazo" les resulta muy tentadora, pues fue lo que funciono´en Venezuela y esperan explotar la pandemia para sacar a la calle a la gente desesperada. Si el gobierno no cae, al menos crean el ambiente de descontento que les permitirá ganar las elecciones y reeditar la experiencia venezolana y nicaragüense.

La delincuencia común y la corriente
Esa idea del "delito político", más como figura constitucional y doctrina de la judicatura, es inconcebible en cualquier país civilizado, pero los colombianos no se dan cuenta de lo monstruosa que es. Ocurre como cuando uno se mete al cine y ve esas aventuras que protagonizan Gregory Peck, Gary Cooper, James Stewart o John Wayne: fácilmente uno cree que son como uno, pero resulta que todos medían más de 1,90 m y formaban parte de sociedades distintas. Colombia es un país singular y los colombianos son gente singular. En Colombia reina el crimen porque se le rinde culto, no sólo por la popularidad de Pablo Escobar en su tiempo, sino sobre todo por la tolerancia con asesinos como Carlos Pizarro, más popular que el antioqueño, o Gustavo Petro, candidato presidencial que obtuvo más de ocho millones de votos.

La barbarie es algo interior, por ejemplo, esa idea de que el que sueña con una sociedad mejor puede violar la ley y ese objetivo se considera noble y elevado, "altruista", es algo que todavía sostienen la mayoría de los colombianos. Forma parte de la idiosincrasia local: ideas convertidas en hormigón armado en los cerebros de la gente, que nadie puede remover. Como que una Constituyente elegida por el pueblo sería peor que la del 91, como que las universidades públicas son el ascensor social para los pobres, como que los militares no deben votar, como que si se quita la parafiscalidad se quedan sin financiar ciertos servicios, como que la "acción de tutela" es una justicia rápida y eficaz. Son cosas que sólo ocurren en Colombia, pero que cuentan con el apoyo de los colombianos. Combatir el comunismo, el narcotráfico, la violencia, la pobreza, el atraso, etc. serían tareas sencillísimas comparadas con la ilusión de que un solo colombiano entendiera que no hay otra maldad que la que alberga en su interior y que todas esas cosas que señalé antes son la ideología del crimen.

Lo anterior viene a cuento respecto del libreto revolucionario por lo siguiente: los CAI son los Centros de Atención Inmediata de la policía y tienen la misión de prestar atención a personas expuestas a ser víctimas de delitos. ¿Qué sentido tiene destruirlos? Sobre todo, facilitarles la tarea a los ladrones y violadores. El estudiante de universidad razona que la policía es el brazo armado del Estado, el que protege la propiedad de la burguesía y el dominio de los banqueros, pero él mismo o su familia podrían quedar desprotegidos al destruir los CAI. Lo que pasa es que su adscripción a la universidad es como a una secta, sus profesores predican la revolución, sus compañeros también, las manifestaciones son la ocasión de divertirse, sentirse importante y hasta conseguir novia, y la recitación de consignas le provee la sensación de ser un conocedor de la historia y la política. El joven, sobre todo el que no tiene muchas luces ni un gran bagaje cultural detrás, entiende "aprender" como "complacer a sus profesores", y es lo que hace tomando parte en la "lucha".

Pero en esas algaradas el enemigo es la policía y el compañero de lucha es la delincuencia. La diferenciación tan obvia para los colombianos entre delincuencia común y rebelión altruista tiene un fondo "clasista" que en realidad es un atavismo: lo que contrasta no son los doctores con retóricas económicas y jurídicas burdas y falaces frente a los rateros y vendedores de drogas, sino los criollos frente a los indios. El caso cierto es que la revolución necesita al "lumpen", como se puede comprobar con la historia venezolana reciente (y cualquiera que estudiara las revoluciones comunistas en todo el mundo encontraría siempre el mismo patrón) y que los ataques a la policía buscan generar suficiente desorden y terror para animar a los saqueadores.

El fin altruista del "delito político" es la burda retórica de los políticos, que se sacrifican y se vuelven tiranos sempiternos por puro amor a la patria. El estudiante revolucionario sueña con tener mando e ingresos sin haber estudiado nada ni trabajado, y de hecho lo consigue. Cualquiera que tenga algún conocimiento de economía notará que Petro no tiene ni remota idea de esa materia (tampoco la tiene el jefe de gobierno español Pedro Sánchez), pero es un hombre poderoso y en una época se jactaba de tener un doctorado. Lo mismo se puede decir de casi todos los congresistas de ese bando (ya se podrán figurar qué entiende de administración pública un prócer como Gustavo Bolívar) y de casi todos los gobernantes castristas en Latinoamérica. 

Las actuaciones del estudiante revolucionario son delitos comunes, si acaso más graves por las pretensiones que conllevan.

Pero es que TAMBIÉN la delincuencia común es la sombra de esa disposición de las clases poderosas. El peón demasiado seguro de sí mismo o demasiado valiente para dejarse intimidar empieza a creer que está por encima de la ley, cosa que es posible precisamente porque SIEMPRE ha sido así en Colombia, a tal punto que cuando la Corona española estableció normas para tratar a los indios, Jiménez de Quesada dejó aquello de "se obedece pero no se cumple". Es lo que ocurre siempre, se finge respetar la ley pero en la realidad se hace lo que el poderoso quiere, eso es la "acción de tutela", eso fue lo que hizo Santos, que llegó a la presidencia a perseguir a quienes lo eligieron. La delincuencia y el odio a la ley no son manías de los estudiantes revolucionarios sino la forma de vida colombiana. El atracador es un pequeño tirano que obra por cuenta propia.

Turbas disponibles
¿Qué pasa cuando alguien se lanza a la calle a protestar y a ejercer violencia? Pues que pronto tiene a numerosos espontáneos acompañándolo. Si el control es imposible por parte de las autoridades, pues pronto proliferan los saqueos e incendios, y los ladrones y violadores harán de las suyas con menos riesgo. Pero, insisto, es la forma de vida del país y basta pensar en los "paros cívicos" que siempre había para saber con certeza que el desorden siempre tiene partidarios. Ahora además están organizados y conectados por las redes sociales, pero no todos los que toman parte en las algaradas son activistas ni estudiantes. Parece que a grandes masas de población les hace falta adquirir el amor al orden y la seguridad. Ése es otro elemento que cuenta a favor de la mafia.

El libreto revolucionario se sigue aplicando y en realidad es una incógnita lo que pasará en las próximas semanas en Colombia. El presidente es un personajillo vulgar al que hasta Daniel Coronell retrata con acierto, de modo que nadie puede esperar que vaya a liderar ninguna respuesta. Uribe propuso decretar el toque de queda y sacar al ejército, pero nadie espera que el gobierno le haga caso. También, cuando lo encarcelaron, uno de sus hijos habló de convocar una constituyente, pero fue una audacia que pronto se olvidó. Ojalá hubiera una propuesta que agrupara a la sociedad contra el plan probablemente acordado en la reunión de Santos con Cepeda y los jefes de las FARC, pero eso supondría hacerle exigencias al gobierno que sólo busca complacer a los grandes poderes, como los medios de comunicación (en la prensa de todo el mundo salió la noticia de los disturbios ocasionados por la muerte de Javier Ordóñez, como si no fuera una farsa plagiada de la farsa de la "izquierda" estadounidense a raíz de la muerte de George Floyd).

Me gustaría equivocarme, pero creo que esa reacción no llegará. A pesar de que es evidente que el hampa mueve sus fichas, es algo que ocurre desde hace más de diez años, "la paz" era sólo el comienzo, y la sociedad no reacciona. 

(Publicado en el blog País Bizarro el 13 de septiembre de 2020.)